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Un siglo de amor PDF Imprimir E-mail
Escrito por administrador   
Jueves, 17 de Agosto de 2006 19:19

 

       Acaba de cruzar el umbral de la luz, después de cien años y veintiocho días de siembras y recogidas. Se siembra queriendo y sin querer. 

 

Así, sin tu consentimiento te traen a este mundo, y, de esta manera, empiezas a sembrar y, si como en este caso, desde pequeña te trasplantan de tu tierra de nacimiento a otras lejanas, vas dejando tu impronta de castellana-manchega en el Gaucín de tus amores, dejando atrás el Almadén natal, con su Iglesia Parroquial y su Puerta de Carlos IV, pero sin dejar ya nunca de ser  constante como el mercurio.

 

Mujer recia como sus ancestros que sabían mezclarse con los ricotes, que quizá te prestaron tus evocadores apellidos toledanos y cercanos al jordán de aguas serenas. Solo una semejanza entre ambos lugares: el airoso castillo Y también sin querer sembraste en plena juventud, o mejor dicho, te sembraron para siempre el corazón de espinas asesinas, que soportaste durante largos años entre silencios y negros velos de la triste España de entonces. 

 

Pero, como en el evangelio, entre tanta aspereza y sinsabores, te habían nacido cuatro rosas que supiste, ahora, sí, conscientemente, abonar para que, pese a los difíciles olvidos, supieran crecer en el perdón y en la alegría. Y, por ello mismo, recogiste a lo largo de tus años frutos de amistad y reconocimiento, creciste rodeada de cariño y tu numerosa descendencia, desde la pubertad, supo agasajarte durante tus últimos veinte años en encuentros amorosos, a las orillas del mediterráneo, aunque no te ahorraste el dolor de que algunos de los tuyos se te anticiparan a marchar por el horizonte de sus vidas.   Ya te han dado la bienvenida definitiva.   

Nosotros, te despedimos unos días antes de tu partida, con una Eucaristía verdaderamente compartida, en la que uno de nosotros dijo con palabras, mas que dichas, sentidas, que  

Estamos hoy reunidos para darte gracias, Señor, por los 100 primeros años de la abuela Felicia. En primer lugar, quiero hacer lo que ella haría, si pudiese estar aquí: Recordar con cariño a sus padres, D. José Toledano “Jordán” –cómo ella lo llamaba en sus últimos momentos lúcidos- y Angelina –la benévola vigilante de las visitas de los cuatro novios, que intentaba no oyéramos el rasgar del papel de celofán de los caramelos bajo la mesa de camilla-. Y recordaría, como una constante de su vida - y ella se encargó de que también lo fuera de la de todos nosotros- a su querido Juan Valdivia. Y estoy seguro de que también recordaría a los hoy ausentes. En especial, a los que no pueden estar entre nosotros, como a su hermano Alfredo, a sus yernos Mario y Pepe, y a su nieto Teodorito, a quien estoy viendo enseñándonos aquella enorme paella, en la Carihuela,  cuando los 80 años, y que fue la primera vez en que nos reunimos para celebrar los cumpleaños de la abuela. Para ella, 100 años; para nosotros, 20 años de encuentros y desencuentros, de penas y alegrías. Por todo lo cual, te damos gracias, Señor. 100 años de gozoso matrimonio y de temprana viudedad, llenos de zozobras y escaseces, de los que supo salir con firmeza, para dejar bien asentadas a las cuatro hermanas –que parecen una de tan unidas como están-, de las que todos nosotros dependemos. Gracias, Señor, por todo ello. Y por tantos años cómo –antes y después de aquel primer encuentro- hemos vivido junto a ella, con sus alegrías y sus tristezas, su buena marcha y sus “buenos” humores: “esos niños, me vais a matar, bajaros de ahí, fuera de las escaleras, cerrad la puerta…”. Y, últimamente, con sus referencias a “la mujer de Gaucin” y sus deseos reiterados de ir a “mi casa de Gaucin, un Palacio”,  ¿os acordáis?  Por estos y otros muchos recuerdos y realidades, gracias, Señor. Y, así, hasta que Tu quieras. Entre tanto, te prometemos quererla un poquito más cada día, porque ella es nuestro lazo de unión. Y querernos todos un poco más, darnos unos a otros un poco más, buscar algo más en lo más profundo de nuestras vidas. Porque te lo mereces, abuela Felicia. Gracias, Señor.     

A los pocos días de aquel 21 de enero, te fuiste sin dar un ruido, pero dejando una profunda huella de recuerdos agradables.  Y tú, como una ola de amor, todavía nos besaras en la memoria.