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Merimée en Gaucín, en septiembre de 1830 PDF Imprimir E-mail
Escrito por administrador   
Viernes, 31 de Agosto de 2007 17:25

MERIMÉE EN GAUCÍN, EN SEPTIEMBRE DE 1830

Aquella tarde, D. Próspero estaba cansado, después del largo viaje desde Sevilla y de las infructuosas gestiones que junto a su amigo, el joven prusiano que le acompañaba durante su primer viaje por España, habían realizado en la posada principal, situada en la Plaza Alta de Algeciras.

Era el 20 de septiembre de 1830, domingo, y el gentío abarrotaba el lugar, con el bullicio característico de la canalla, como él la llamaba, pero, al fin y al cabo, multitud inteligente, graciosa y llena de imaginación que conformaba el pueblo llano andaluz.

No pudieron localizar al mayoral de los arrieros, un tal Francisco de Lermos, que era el cabecilla de los porteadores de Gaucín,  célebres desde los tiempos del Marqués de la Ensenada, en cuyo catastro se censaron mas de doscientos jumentos, y  cuya compañía y guía le habían recomendado en la Venta de Los Barrios. Por lo visto, el  tal  Lermos se había ido a Gibraltar a concertar un viaje de gentelmen que iban a tomar las aguas sulfurosas del Monte del Duque, invitados por Enrique Ismaldi, un llanito emparentado con las familias Larios y Serrano, y, al volver, tenían la intención de traer un reporte de naranjas, desde las huertas del Genal.

Así es que, muy a su pesar, tuvo que entretenerse con visitar las ruinas de Carteya, y otras antigüedades que tanto le apasionaban, dadas sus aficiones arqueológicas. Le maravillaban los acueductos romanos que todavía transportaban las aguas a los pueblos andaluces, hasta tal punto de que no se guardaba de decir que, si por él fuese, se volvería turco, por que todo lo bello y útil que veía era obra de moros.

Por fin, solventadas las cuestiones de intendencia, el viernes, 25, se pusieron en camino hacia San Roque para llegar a la desembocadura del río Guadiaro, por el antiguo camino romano, con el fin de adentrase en el valle del Genal por la Vereda de los Pescadores. Habían acordado pernoctar en el Molino de Abajo, que  lo llevaba en arrendamiento Josef Guerrero de Palacios,  un vecino de  Gaucín emparentado con lo más selecto de los eclesiásticos gaucinenses, y del que tenía noticias por su gran amigo rondeño, el escritor costumbrista Serafín Estébanez Calderón. Éste, a su paso por Madrid,  le había puesto en antecedentes de que podía acomodarse sin miedo a los ladrones y contrabandistas en dicho Molino, en la Ribera del Genal, que había sido propiedad, junto a otro molino harinero en el pago de Jarraqueque, de D. Pedro de Luque Solano y Doña Teresa Falcón, personajes de alcurnia y prosapia gaucinenses. Merimée, que en esa época todavía era acérrimo liberal, confiaba en  contactar en los sitios por los que pasaba con familias de su mismo talante.

Josef Guerrero, era sobrino de uno de los hijos del citado matrimonio, Doña Josefa de Luque y Solano, actual propietaria del Molino, viuda del licenciado Don Pedro Sánchez Herand , que había sido Corregidor y  Capitán en Guerra de Gaucín, y, por ello, madrastra de Doña Buenaventura Sánchez Hernández, a su vez viuda de José Serrano Valdenebro, célebre General en Jefe de las Guerrillas de la Sierra Meridional durante la invasión napoleónica, y del que el propio Merimée tenia conocimiento por sus estudios sobre la contienda.

Allí pernoctaron, acogidos a la hospitalidad de sus moradores y sin resquemor a las hazañas que le contaron de los brigantes frente a su paisanos. Él, junto al joven prusiano, se acomodaron como les vino en suerte, en unos jergones de paja, en la saleta que hacía de comedor y cocina, mientras los seis arrieros, o burreros como despectivamente les llamaba, se arrebujaron en los serones de los pollinos en el patio de entrada al molino, pues aunque estaba avanzado  el verano, la temperatura permitía dormir a la intemperie y el cansancio hacía el resto.

A la madrugada del sábado 26, reanudaron su caminata, ascendiendo por el Camino de  Gibraltar, dejando de lado la  Fuente de la Adelfilla que le era conocida por la lectura de la célebre Comedia de  Lope de Vega sobre el sucesor de S. Juan de Dios, Antón Martín, y llegaron ya entrado el día a la villa de su destino intermedio, no sin antes detenerse por unos momentos en la conocida “Venta de Gaucín”, de la que escribió en sus papeles sobre los “Ladrones Españoles” y que posteriormente remitió en noviembre de aquel año al director de la Revue de París, y en la que, según relata el propio Merimée,  José Maria El Tempranillo había tenido una de sus famosas aventuras, apresando a  setenta voluntarios realistas enviados en su persecución.

En Gaucín tuvieron que detenerse  varias horas, que luego se prolongaron hasta el atardecer, como consecuencia de diversas contrariedades.

La primera de ellas, concernía a la reata de burros, porque con las prisas que en Algeciras les habían dado a los arrieros, los asnos no habían sido acarreados suficientemente, por lo que, al llegar a Gaucin, tuvieron que visitar la   talabartería, no sólo para que remendaran  los serones, sino para reponer algunas cinchas y otros utensilios propios de las bestias, que tuvieron que ser herradas debidamente por  Francisco Martín, el maestro de Herrador. Incluso, para las yeguas que llevaban al alemán y a  Don Próspero  también  habían utilizado los servicios del otro herrador Pedro Martín Padilla, que tenía su establecimiento en la calle de los Bancos.

La segunda circunstancia del breve retraso era que, pese a haber perdido cinco días en Algeciras, no iban bien pertrechados de alimentos y, teniendo en cuenta que en una posada española de la época se encontraba bastante a menudo pan y agua, pero nada más, se vieron obligados a comprar parte de la comida que no habían adquirido con la debida antelación, máxime cuando la distancia entre los pueblos y las dificultades del camino, impedían proveerse con la conveniente regularidad. Ya la noche anterior, les regalaron en el Molino de  Abajo un gallo y tres gallinas, pero tuvieron que pertrecharse en la tienda de especería que pertenecía a los nietos de Melchor de Castañeda -quien también había regentado una tienda muy afamada  de lienzos-, con algunas tripas de chorizo e incluso de un embutido en salazón al que denominaban embuchado que, pese a estar delicioso de gusto, no había manera de degustar debidamente, por la dureza de su elaboración.

La verdad es que, aquel primer día de descanso, si bien forzado por las circunstancias, les venía muy bien, pues aunque habían seguido el camino más románticos del mundo, como don Próspero había escrito a Sophía Duvaucel, también lo era el más montuoso, el más pedregoso, el más desierto que pueda poner a prueba el aguante de un viajero que, como él mismo decía, desde hace tres meses, tiene buena escuela para fomentar la virtud la paciencia.

No es ocioso recordar lo que el propio Merimée escribía a su encantadora amiga sobre la belleza del viaje, aunque las descripciones no fuesen su punto fuerte. Usted que es pintora, le decía, disponga montañas, peñas, castillos en ruinas, el mar (que usted pintará con el azul cobalto más bello) y un cielo, ora de un azul oscuro, ora cubierto de nubes borrascosas muy negras; no vaya a ocurrírsele poner árboles en el paisaje, solo le permito los áloes y los cactos, chumberas, higa chumbera, cuyos frutos deseo que coma, junto con hierba seca y algunos matorrales acá y allá. A decir verdad todo esto es tan bello que hemos olvidado la dureza de las gallinas y de los colchones. Y las chinches, y otros sinsabores, como los ladrones a los que por cierto, todavía no había visto

En Gaucin pudo confirmar, en un largo paseo matinal,  su teoría sobre los moros y cristianos, estos últimos, como es lógico,  sin preocuparse de reparar el acueducto que conducía el agua desde la Sierra del Hacho a la población, ni las simples tajeas,  si acaso taponando con brea alguna que otra vez las atarjeas que llegaban a la Fuente del Canapé. También observó la airosa torre de la iglesia cristiana, que había sustituido al minarete musulmán, a base de ocultar bajo una espesa capa de enlucido los deliciosos adornos, generalmente geométricos, que los arquitectos árabes habían sabido utilizar tan bien. Y tuvo numerosas ocasiones de comprobar, como ya había percibido en sus viajes precedentes a Córdoba y Sevilla,  la costumbre de pintarlo todo de blanco, con ribete final de azulete.

Siguió su visita, como no podía ser de otra forma, hasta llegar al Castillo del Águila, a cuyos pies había sido asaetado Guzmán llamado el Bueno y donde hasta seis veces los soldados franceses se habían enfrentado a la guarnición del mismo, bajo el mando del sargento Don Antonio Molina Navarro, superviviente de los asedios y ya de edad de cuarenta y cinco años, y que vivía con su numerosa prole y su esposa, Doña Rosalía de Salas del Río, de 32 años, con quien se había casado el 12 de octubre de 1812, recién terminada la guerra., y a quienes saludó brevemente en su casa de la calle Llana, antes de visitar mas despaciosamente a su vecina, la viuda del General Serrano Valdenebro, para quien traía una carta de presentación. Doña Rosalía era nieta de Don Rodrigo de Salas Matheos, que había sido Regidor en el Cabildo de 1795, del que era Corregidor el Licenciado D. Diego Crespo de León.

Doña Buenaventura, que a la sazón estaba casada en segundas con otro José Serrano, pero Espinosa de segundo apellido, le ofreció sus habitaciones para el trasnoche, de lo que Merimée se excusó cortésmente, ya que no quería crear excesivos compromisos, máxime cuando ya  había rehusado anteriormente la hospitalidad de los dueños del molino de Abajo, los Solanos, también emparentados con la brigadiera.

Allí le hablaron del Convento, que en sus tiempos de esplendor había llegado a contar con catorce religiosos, que se habían reducido a Fray Antonio de los Remedios Vicario Único Prelado en la actualidad en el Convento de los Carmelitas Descalzos, aunque en la actualidad todavía poseían propiedades, como la propia Huerta de los Frailes  y la Huerta del Pozo, que había sido arrendada a José Delgado Sánchez la Huerta del Pozo y que tenían a la linde la población con casa de teja en el Callejón de dicho nombre y el derrame del agua de la fuente publica para su riego, y otras piezas, como el haza en el partido de Las Abiertas que tenían arrendada a Don Rodrigo de Salas, y de un horno que había sido de las monjas descalzas de Ronda y, por seguir con el gremio clerical,  las más de treinta capellanías constituidas en huertos y cortijos, como la de D. Juan de Luque Solano, beneficiado, titular de una viña en el Partido de Lavein, o la huerta del pago del Genal que Francisco de Ocaña y Diego de Salas tenían arrendada de la capellanía de los Presbíteros Don Diego Palacios, así como las de Don Sebastián y Don Fernando Palacios, todos emparentados con la anfitriona.

Así mismo platicaron sobre la familia Cañamaque, formada por Jose Cañamaque Letor y Maria de la Encarnación Ximenez, uno de cuyos hijos había fallecido el día 25 de julio anterior, siendo  Sargento 2º  del Regimiento de Caballería de Navarra 8º de Ligeros, uno de los que vigilaban los campos de la serranía de los bandoleros, lo que ponía de relieve las connotaciones entre contrabandistas y realistas, una de las cuestiones más debatidas en aquellos tiempos. Este José Cañamaque (hijo de Alonso y Rosa), en septiembre de 1826, fue imputado en Autos y Causa  criminal de oficio, junto a sus dos hijos  Manuel y Antonio. En relación con la citada connivencia de bandoleros y, en el lado apuesto, Liberales, se puso de relieve por los contertulios los contactos entre José María conocido por “El Tempranillo” –en cuya figura estaba vivamente interesado D. Próspero-  y José Moreno, alias Joselín, nacido en Banarrabá,  y la participación del Alcalde de Gaucín, D. Francisco Gálvez, con la ayuda de vecinos y voluntarios realistas de Gaucín, Genalguacil, Jubrique, Algatocín y Benalauría, para hacer frente a los malhechores. Había relatado el Alcalde Gálvez que estas operaciones tardaron doce días, con el resultado de la prisión en la Cárcel de Gaucín de 21 malvados, pendientes otros 23 e insistiendo en que la finalidad de los mismos no sólo era la de robar, sino que “sólo aguardaban para dar el grito de Constitución, los auxilios pecuniarios que debían remitirles de Gibraltar”. Se decía que en estos días ocupaban la prisión de Gaucín, 43 ladrones, más tres mujeres acusadas de espías y encubridoras, que serían condenadas a la pena de muerte en la horca, entre ellos, Francisco Jarillo alias “El Papa”, también de Benarrabá, y otros tres (Andrés Muñoz, de la Cruz y el Ponio) cuyas cabezas cortadas serían colocadas en una estaca en la entrada de sus respectivos pueblos, para escarmiento.

También le hablaron de una casa hospital para los pobres transeúntes que venia de antiguo pues estaba ubicada en la calle Arrabalete, la más vieja del pueblo, surgida a los pies del mismo Castillo, en donde, según se decía por tradición, se había albergado Juan Ciudad cuando vino a donar la venerada Imagen del Santo Niño Dios. Así cómo de otras curiosidades de sus habitantes, como, por ejemplo, que hasta muy recién, de los cargos públicos, solo cobraban el Alcalde Mayor o Corregidor, el Alguacil Mayor (cargo en el que, por cierto casi se había perpetuado Don Francisco de Paula Palacio), el Escribano y el Padre de Menores, el Alcalde de la cárcel, el estanquero de tavaco, guarda celador de montes y un guarda montaraz. Asimismo, lo informaron de la casa que estaba casi enfrente de la de los Serrano, que había pertenecido a Maria Gertrudis, una matrona que había sido condenada por la Santa Inquisición, que, constituida en 1476 para depurar a los judíos conversos y aplicada a los musulmanes desde 1504, había sido derogada por Napoleón en 1802 y perduraba aún al ser restaurada en 1814 por el monarca reinante D. Fernando Séptimo.

Asimismo tuvo noticias de los numerosos artífices que mantenían viva la vida artesanal y comercial de aquel centro de la Serranía, tales como tres barberos; un maestro de primeras letras que asimismo era organista; un maestro albañil; dos Herradores, aparte de cuatro Herreros, entre ellos José Antonio “Alias Chispas”; un gremio numeroso y respetado formado por cuatro zapateros de obra prima y dos de obras gruesa, así como cinco zapateros de ejercicio de remandar; un tonelero,  un carnicero y diez odreros; tres carpinteros, entre ellos Andrés Ximenez, del que le enseñaron varias obras de artesanía; doscientos jornaleros que trabajaban unos cuatro meses al año, hasta cien labradores y diez pegujaleros, como se conocía a los pequeños labradores o ganaderos; cincuenta pobres de solemnidad; dieciocho eclesiásticos y un sacristán mayor, para ser mas exactos.

Cuando Don Próspero terminó de sus visitas al pueblo, regresó al mesón de los herederos de Don Rodrigo Soriano, que tenía mejor pelaje que los de los otros dos mesoneros del pueblo, Francisco de Lermos y Pedro Martín.

Generalmente, los mesones eran casas de cuatro alcobas inferiores y otras tantas en la parte superior. Las cocinas solían estar en los patios, junto al único sanitario de la casa (aunque, a veces, para ello bastaba la cuadra de las bestias que se compartía con el gallinero y la porqueriza) compartiendo estrechuras con el espacio dedicado a los lebrillos y a las orzas para el almacenamiento de las aguas o el blanqueo de la colada, a base de la ceniza procedente de los fogones de carbón vegetal.

Por la importancia que don Próspero daba a la comida, nos podemos figurar la impresión que le produjo la posada de Gaucín, que ya habían descrito otros viajeros anteriores, como Deralympe y Taylor. Refiriéndose al pollo que les habían servido, escribía Merimée a su amiga parisién, Sophie Duvaucel, al llegar a Granada, el día 8 de octubre:  Como le decía, se necesitaba nada menos que el apetito que abre el aire de la Sierra para hacerme insensible a la suerte del infortunado volátil y, particularmente, a la dureza de su carne. La costumbre era matar el gallo, desplumarlo, descuartizarlo y echarlo dentro de una gran sartén con aceite, mucho pimiento y arroz. Cuando se supone que todo está cocido, se sirve la sartén encima de una mesita de dos pies de altura, y mi prusiano, el arriero, sus mozos y yo, todos comemos nuestro rancho directamente de la sartén, armado para cual con una cuchara de madera muy corta. El arriero era  el hombre mas cochino de  Andalucía; pero sería inútil, o más bien descortés y extravagante, pedir un plato aparte, o rogar que sirviesen los pelos por separado para uso de aquellos a los que les gusta.

Acabada la cena, digna de los tiempos heroicos, dijeron requiebros  a la moza de la casa, sin dejar de fumar sus cigarros. Luego, se fueron Don Próspero y su sirviente a echarse sobre un colchón del grosor de un folleto de diez perras chicas y durmieron envueltos en unos gabanes, cuando las chinches no estaban demasiado sangrientas. Aquel sábado, dice Merimée a su amiga Sophie, teníamos un colchón para cada uno y nos disponíamos a dormir como reyes, cuando llegaron de improviso otros tres viajeros, gente de buen aspecto y que parecía educada. Demostraron, en esta ocasión, una elevada virtud ofreciendo a esos pobres diablos compartir los lechos. Por ser muy estrechos los colchones, no fue fácil arreglárselas para dormir cinco dónde sólo había sitio para dos. Sin embargo, siendo grande la Providencia y el sueño también, logramos dormir, terminaba resignado nuestro anfitrión su relato.

A la mañana siguiente, casi al alba, emprendieron el tortuoso camino hacía Ronda, para seguir por Loja, hasta Granada.

Cuando iniciaba la ascensión del Asalto del Cura,   recordaba como empezaba a  cambiar su opinión sobre aquellas tierras. Él se había figurado a los españoles como personas muy graves y silenciosas cuando, por el contrario, los había encontrado como los mayores charlatanes y los más despiadados preguntones, sobre todo en Andalucía.

Había contado la tarde anterior, en casa de la brigadiera,  cómo había entrado en la tienda de Castañeda para pedir unos cigarros, cuando le preguntaron sin más miramiento si era extranjero. Si contestó. Inglesito, le insistieron utilizando siempre el diminutivo. No. Francés, volvieron a inquirir. Si.  Militar, quisieron saber, e insistieron ante su negativa, ¿comerciante por ventura? No. Pues ¿quién es usted?, quisieron saber. Un hombre que pidió cigarros; y quedaron un tanto desconcertados.

Volviendo la vista por última vez para despedirse del Castillo del Águila que se interponía entre brumas de la figura del Peñón de Gibraltar,  recordaba aquella conversación en la especiería de Castañeda y como le insistieron preguntando si era cierto que venían aún soldados franceses de allí, posibilidad que él negó, y cómo llegó de improviso una mujer que le miró descaradamente.

Era joven, llevaba en el pelo un ramo de jazmines, cuyos pétalos exhalan en el atardecer un olor embriagador, que todavía le parecía envolvía la mañana. Recordaba su vestido negro, que realzaba sus formas juveniles, pese a ir vestida sencillamente, quizá con pobreza, y como se le caía por el hombro la mantilla que llevaba, dejando ver la blancura de su hombro.

Con el mismo descaro de sus movimientos, le preguntó, después de palpar el paño de su traje, si era paño de su país y le aseguró que se haría una hermosa capa con él; como Don Próspero no accediese a la insinuación, siguió preguntándole si eran guapas las francesas y si estaba casado. Antes de que le contestara, le pidió que hablase un poco en francés para ver qué clase de lengua era. Harto de su insistencia, le espetó un “el diablo se lleve a usted” y la mujer le contestó “que extraña lengua, no se comprende nada y, sin embargo, ellos se entienden entre sí”.

La joven que, pese a su descaro, parecía sincera, le habló de su novio, cuyo padre era titular de una de las herrerías del pueblo, descendiente de un tal Francisco García, que había muerto en “enero de mil y seyscientos y cincuenta y uno,  con oficios de medias honras y al que se dixeron  dos missas cantadas, la de cuerpo presente y la de Concepción,  y un novenario de missas resadas”, año en que también se enterró a Gracia, esclava de Matías Sánchez Zarco, a la que por cierto solo se le hizo un oficio menor, según rezaba en los libros capitulares de la parroquia. Después de contarle otras menudencias de su vida intima, sin importarle la presencia de otras personas en el comercio, se despidió con la misma soltura con la que había irrumpido en el local. Todavía recordaba sus  ojos negros, que le habían conmovido.

Hasta tal punto, recordó las historias que Doña Manuela, le había contado en su casería de la huerta del Angel, en Madrid, donde había pasado unos días en el mes de julio, después de conocer al Conde de Teba, su marido,  en la diligencia que le trajo por primera vez desde Burdeos, y con los que trabó, desde entonces, una gran amistad, así como con sus hijas Paca y Eugenia de Montijo, futuras duquesas de Alba y Emperatriz de los franceses.

Le había venido a la memoria,  tanto el suceso del jaque que por celos había matado a su amante, una bailarina,  como el problema que también  le había contado la marquesa de Montijo, sobre su cuñado, que se había enamorado de una cigarrera. Pensando en la guapa gitana, fraguó en su mente el argumento de una pequeña novela que pensó dedicar a su anfitriona española, mientras se despedía aquella hermosa mañana de septiembre del pequeño pero acogedor pueblo, que le adentró en la fragosa y abrupta serranía de Ronda

Sin sospechar que estaba alumbrando a Carmen, uno de los mitos españoles de todos los tiempos.

 

NOTAS FINALES.-

1.- Este pequeño pasaje novelado de la historia de Gaucín, pudo pasar realmente en aquel final de verano de 1830, y sus personajes y circunstancias están tomados de documentos notariales de la época, figurando en cursiva las propias palabras de Prósper Merimée contenidas en su “Viajes a España” y en la famosa “Carmen”, cuya evocación se contiene en el relato.

2.- También pretendo iniciar con esta aportación una serie de estudios sobre la vida en Gaucín durante el siglo XIX, que complementen los que ya he presentado en esta Sección “GAUCIN” de mi Web (Carmen, El Hospedaje, El Sermón, Parlamentarios y Políticos, Historia Religiosa, El debut de Bombita y El Convento de los Carmelitas), así como en mis libros “Gaucín 1742-1814”, sobre el General Serrano Valdenebro y la Guerra de la Independencia, y “El Santo Niño Dios de Gaucín como esencia e un pueblo”, en los que asimismo se hacen referencias al Siglo XIX, tan rico en acontecimientos de nuestra historia local.