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Desde mi Atalaya PDF Imprimir E-mail
Escrito por administrador   
Domingo, 27 de Julio de 2008 19:15

31.- DESDE MI ATALAYA.-

 

 

1.-

 

Entonces, no corrían los años,
ni las horas desgranaban sonidos añejos.

Yo venía del último frío y temblaba

sobre las rocas emergentes.

 

Los glaciares se habían marchado

arrastrados por fuertes vientos.

Las placas tectónicas habían crujido

entre horribles gemidos.

 

Quizá cruzábamos una Era espacial

en un territorio ondulado...

 

No sabría decirlo.

 

 

2.-

 

Sólo recuerdo que el sol salía

por encima de las grises rocas,

y al desaparecer me decía adiós

entre lejanos azules y rosas.

 

Eran tiempos en que nada era mío

ni algo era tuyo: todo se resguardaba del frío

en la almáciga de la generosidad.

 

Sólo un suave murmullo  y dulces palabras.

Temblaba y tu mano  acariciaba la mía,

mientras sentía un calor en las mejillas,

un calor que agradecía.

 

Así, muchas veces,

muchas lunas,

muchos soles.

 

 

3.-

 

Me veo también,

no sé cuándo, no sé dónde,

saltando de piedra en piedra

y jugar con  juncos y acebuche,

mientras endurecía mis pies

con las heridas de  los guijarros.

 

Y, allá, a lo lejos, unos hombres

embarcan ánforas relucientes,

rebosantes de olorosos aceites

-huidos de las almazaras de sangre-

en las aguas de entremares.

 

Aguas azules y verdes

remansadas de blanca espuma

en las orillas del alba.

 

 

4.-

 

Y las lechuzas, de grandes ojos,

centrados en sus planas caras,

venían  a enseñarnos

a permanecer despiertos

y se quedaban con nosotros

en las monedas.

Autillos me parecen

en lo alto de los chaparros,

como cárabos en las ramas del oleastro.

 

El sol seguía reverberando en los grises suelos,

las hierbecillas se mojaban con las lluvias y el rocío.

Y era agradable refrescarse en el musgo

verde y parduzco de nuestras existencias.

 

 

 

5.-

 

Mas tarde vi a muchos guerreros

subir por los riscos y pelear con otros;

chocar entre ellos, abrazarse a veces,

sentados en largos diálogos

sobre el vértigo de las hendiduras;

volver a entrecruzar sus lanzas puntiagudas

hasta regar los lentiscos de roja sangre.

 

Y, unos y otros, levantaban en el territorio

grandes murallas de adobes y piedras,

hendidas por las llagas

de rojizas parietarias.

Yo corría por sus muros

–transformados en adarves-

a escondidas de centuriones.

 

Y bajaba, a veces, mis penas

convertidas en calizas

para remansar el azud del Río

y bañar en sus aguas frías

los dolores del alma.

 

 

6.-

 

Después aprendimos

a crecer en reglas y preceptos,

cambiantes como los ídolos.

Los jefes se sucedían sin tregua

y sus nombres recitamos de carrerilla.

Mientras asimilamos las creencias

en concilios interminables

y concluyentes dagas,

como si de un caz alabeado se tratara.

 

Hubo un período en precario

en el que nos sentimos fatigados

por el peso de las normas y las voces.

 

En el entretanto,

el cielo seguía siendo azul

como los mares.

 

Aunque no recuerdo

el sentido de sus huellas.

 

 

 7.-

 

Pero los cuerpos y las almas

no dejaban de zozobrar y llamaron

a los hombres de las otras montañas;

bellos, hermosos, morenos

y con ojos de azabache.

Unas veces, nos salvaban

y otras, arrastraban nuestros

cuerpos bajo las murallas.

 

Y así, una y otra vez…

 

Y el Río, a veces borrascoso,

entre pinsapos y quejigos,

se aquietaba al llegar a nuestros pies,

para besar las huertas y los naranjos

y buscar la hermandad con las aguas

que venían de la otra vertiente.

 

 

8.-

 

Lánguidas y bellas mujeres

Animaron a lo  largo de los siglos

las almenas y jardines.

 

La blancura de las casas,

coronadas de azoteas,

empezaron a salpicar,

en inmaculadas alquerías,

el regazo de las montañas.

 

 

El castillo se adornaba

de águilas por las nubes,

y en sus faldas, por las casas

a sus patios asomadas.

 

 

9.-

 

Sobre  las calles estrechas,

hendían ventanucos,

palomas voladoras

en las esquinas del viento.

Los juncos y las cañas,

púdicos islanes, impedían

mirar en sus adentros.

Leves cuchicheos fisgaban

el paso de los tiempos.

 

 

El agua por las calles corría

al arroyo acostada,

para refrescar los días,

mientras del Arrabal buscaba

la sombra del algarrobo.

 

 

10.-

 

Aquella paz languidecía

al son de trompetas y cruces

que, en oleadas, llegaban,

entre himnos  engañosos

y  alevosas algaradas.

Injertado de sombras y luces

se firmó aquel  silencio.

 

Mudamos la cora en señorío

y la libertad en palabras musitadas,

apenas oídas de madrugada.

El kasbah quedó desierto

y agrandó de monfíes las montañas.

 

 

Los bancales yermos,

se quedaron sin semillas,

y por sus secas regueras

suspiraban los frutales

en penosas agonías.

 

 

11.-

 

Mientras un alcaide abusaba

de su fe y nuestras mujeres,

se levantaron nuestros hombres;

vinieron duques sevillanos

y gaditanos marqueses

a cortar de raíz nuestros bríos

y lavar enfurecidos sus honores.

 

De aquella, mudéjares salimos,

mozárabes y moriscos,

vencedores y vencidos.

Y, el que no hubo otra cosa

a su tierra volvió

tras el Atlas que, a lo lejos,

se divisa bajo el sol.

 

 

Pero, los que quedamos bebimos

la misma leche y seguimos

amando al mismo Dios,

sobre una cruz o bajo la luna.

 

 

12.-

 

Y a estas abruptas tierras

arribó un castellano viejo,

soldado en lejanas tierras,

frustrado redentor de moros

y librero en la misma Roca

en que la lejanía descansa.

 

Sus pies cansados subieron

hollados caminos romanos,

veredas y atajos sin cuento,

hasta quemarse en las zarzas

del amargo desaliento.

 

Y por el natural contraste

de estos aires y sus ancestros,

se trocaron sus pesares

en esperanzador mensaje

de cruces y desalientos,

que eran la esencia misma

de esta cuna del Encuentro.

 

Frescas aguas destilaban

las fuentes del Abehín,

las de Pilatos y las Pilas,

y todas las que en sus vetas

llevan agua a la Adelfilla.

 

 

13.

 

Vino luego la barbarie,

disfrazada de perdones,

tierras realengas y señoríos.

Qué más daba:

siempre los que mandan

tienen el poder de sus pendones.

 

Afloró la maldad a borbotones,

potros en oleadas de rejas

contra  supuestas brujerías

y miles torquemadas

para utilizar las cadenas.

 

 

Pero las atarjeas seguían

pariendo las aguas

que el Hacho por sus venas

destilaba en las nieves

del Peso y sus grietas.

 

 

 

14.

 

Los devaneos de una reina,

las ambiciones de un hijo

y la estrategia del extranjero,

nos cimbreó hasta el límite

de las guerras y sus traiciones.

 

La ferocidad de la rapiña en sus ojos,

el aliento inaguantable de sus entrañas,

hicieron insoportable el silencio

y levantaron las armas

de la vida y de la muerte.

La imaginación desbordante de los riscos,

los vericuetos de la desesperación

levantaron de nuevo a los hombres

en ataques y retiradas sin fin.

Emboscadas y acciones de ayuda,

suspiros y alientos de guerrilleros,

Serrano al pié del infierno

tocando con sus manos el Edén.

 

Timbales de libertad

entre las piedras sonaban,

mientras el pinsapo y la adelfa

seguían enraizándose

en los mismos surcos

de tierras milenarias.

 

 

15.-

 

Y vuelta a empezar:

la soberbia y la pobreza de miras

dan la mano a la ignorancia.

La voluntad es comprada

en el paripé de las votaciones,

mientras en otras latitudes,

anidan la justicia y la igualdad.

No merecía mejor suerte

nuestro humillante mendigar.

 

Parecía que el alba despuntaba,

pero la gris lluvia de la mediocridad

nos envolvía y la espesa niebla

no dejaba el estrecho vislumbrar.

 

 

16.-

 

Sin embargo, algo parece que emerge

entre el pedregal del infortunio:

nos visitan ojos extraños

de románticos pareceres,

nace una Carmen de libertad,

un liberal en busca de la gloriosa

y un sinfín de nobles cabezas.

 

Es inútil: todo salta por los aires

al empuje del polvorín,

junto a las desdentadas  almenas

de un castillo decadente.

Entre cobardes corifeos,

envuelve y ensombrece

un manto de negro  polvo

las antiguas altiveces.

 

Las grises nubes abrazan

a pesar de nuestras voces

los árboles y las esperanzas

del Gaucín de mis amores.

 

 

17.-

 

En la última centuria,

se agudizan los dolores,

la mentira y el mal se hermanan

y la ilusión se escapa

entre penas y sinsabores.

Los lamentos desembocan

en negra lucha fratricida.

Todo languidece

en mediocres pareceres

y en medio de la pobreza.

Es nuestro sino,

después de tanta grandeza.

 

Aún cabe una esperanza

a pesar de los desgarros

que la guerra deja.

 

Quédese todo tranquilo

en el valle del Genal

que yo buscaré la luz

en las montañas del mar.

 

 

18.-

 

El progreso abre nuevos caminos

y se lleva nuestros alientos

a otros lares y destinos.

La emigración nos despuebla,

cierra ventanas y puertas,

deja desiertas las calles

y nuestras fuentes deseca.

Nadie es capaz de contener

la huída de las gentes.

 

 

Pero, nuevo néctar brota

-aunque de otras tierras venga-

como dije en otra estrofa:

“Sí, bienvenida seas

leve savia nueva:

sin nuevas fachadas

y la esencia mora,

todo lo mantienes,

todo lo renuevas”

 

Fluye, suave, hacia la mar,

como siempre, mi río Genal.

 

 

19.-

 

A pesar de todo,

la esperanza florece

en los pequeños guijarros del camino,

mientras los buitres leonados

planean en el cielo infinito

y una leve golondrina se acerca

a mi corona de espinas.

 

El sol sigue cada día

besando las montañas

y sin puntualidad aparente

se esconde por el horizonte

blanco, azul, rojizo o malva,

a su capricho.

 

 

Y yo sigo temblando

al calor de las caricias....