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Mas allá del horizonte PDF Imprimir E-mail
Escrito por administrador   
Lunes, 19 de Noviembre de 2007 16:39

Hace una semana, con el inicio de las fiestas de San Lucas, se fue para siempre un amigo entrañable. Había ingresado por prevención en el hospital y, casi sin esperarlo —como suceden, a veces, estas cosas—, en veinticuatro horas, dejaba de existir.

 

Hacía tiempo que no soportaba un suceso luctuoso y el desconcierto y la incredulidad te ronda en la cabeza, al tiempo que ves, impotente, el sufrimiento de los más allegados. Y, sin embargo, esta es la vida. Y así es la perplejidad ante el único acontecimiento inevitable de nuestra existencia. Por absurdo que nos parezca, todo se inicia con el trémulo llanto de un niño —que, paradójicamente, se recibe con alegría— y todo termina con el llanto entrecortado de los que lo despiden, cuando se rompe el suave eslabón que nos une en la leve cadena de la vida. Y pienso que se hace preciso indagar cuál sea la medida de nuestros años.

 

Hace ya tiempo, un amigo, que aquella mañana había enterrado a uno de sus hijos, me dio una lección de esperanza en la noche de Reyes, en que lo vi, afanoso y sonriente, en busca de juguetes para regalar al resto de sus hijos. Y, ahora, un hijo del amigo muerto, cuando cerraron la puerta del crematorio, me estremeció al romper, con un gesto de rabia, su contenido dolor ante la experiencia final de su padre. Ante ambas experiencias, pudiera ser conveniente plantearse si sería bueno averiguar qué sentido tiene este entrar y salir por la puerta de nuestra vida, si merece la pena indagar en la fuente de tanto dolor y olvido, si no será un absurdo compartir alegrías, sentimientos y frustraciones. ¿Será verdad que, pasado un tiempo, nos olvidarán “como a un muerto”, que se atesora sin saber para qué y para quién, que todo pasa como pura sombra, tal que un soplo, como la nada? La vida se gasta en el dolor. No obstante, adiviné en el fondo de mis emociones, que nada se agota con el sufrimiento. Que el polvo que se levanta de nuestras huellas, no necesariamente se convierte en lodo; sino que —estoy seguro— se arremolina con los vientos de la esperanza. No me esconderé, permanentemente, en la oscuridad de mi morada, por el contrario es preciso que aprenda a caminar en el país de la vida y séame permitido que exprese —desde mi perspectiva cristiana— mi confianza en la certeza de la trascendencia, en especial cuando no se ve salida a la realidad inaprensible de la muerte.

 

No es inútil el paso, más o menos fugaz, por este mundo, si los rescoldos avivan las esencias que nos inculcaron, si es posible aceptar lo comprensible y lo que no se nos muestra tan patente. Tiempo hay para viajar muy lejos, hasta encontrar lo inesperado, de preguntar aunque no nos den las respuestas, de comprender más allá de lo evidente. Quizá sea posible encontrar la razón y la alegría de la vida y poder compartir con todos los que necesitan la paz, y el calor, y… todo lo que anhelaba el que se va y nos deja la herencia del amor. Me gustaría llegar hasta donde termina el horizonte. Y más allá.