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Escrito por administrador   
Domingo, 15 de Julio de 2007 17:17

En estos días de quietud veraniega, cuando ya ha pasado el estruendo de un mal llamado “estado de la nación”, porque, a lo más, es sólo muestra de un mal estado de ánimo de unos líderes -o que deberían serlo- que se reúnen delante de sus holligang para tirarse los trastos a la cabeza: el uno, vomitando insultos y descalificaciones, y, el otro, rehuyendo explicaciones. En estos días, en que han quedado atrás las tristes catástrofes del Líbano y Yemen, o los doloridos adioses de ministros que se van y las efímeras esperanzas de los que vienen… bueno será tomarse un respiro merecido, olvidarse de tanto catastrofismo, de tan  vacíos mesianismos, de tanta insensatez. Adiós, aunque sea por unos días, a la España maniquea.

 Es hora de cambiar de aires. Estoy de nuevo en las más frescas cercanías de Jaén, en la urbanización amiga, donde más de treinta años contemplan las buenas amistades de siempre, los juegos alocados de hijos y nietos, las pérdidas – demasiadas- de compañeros que nos dejaron para siempre, o a los que nosotros hemos abandonado, casi en el olvido, para enfrascarnos en nuestros afanes y esfuerzos.

 Salgo a pasear al atardecer. Este año, han desbrozado las malezas del río, que discurre plácido tras salir de los ojos del Puente de la Sierra y muestra su verde amusgado sobre el lecho amarronado. Mientras, una tortuga en un montículo de mojadas piedras otea con su cabecilla como si de un periscopio se tratara y el olmo se deja lamer las raíces con las plateadas hojas al viento. El estío, casi un poema con aromas de espliego y tersuras de mis penas, verdes chumberas y olivas verdes en las praderas. Presiento que llega el vacío donde el ruido sube sin eco. ¿Por qué existen estos dias que ni tan siquiera se acaban? Las pequeñas ondas se van perdiendo en las azules aguas a medida que aparecen las copas de los árboles.

 Como otras anochecidas, bajo a los recuerdos en las extrañas riberas del río Eliche y voy buscando una perla de goces contenidos. Aunque no puedo evitar volver a preguntarme lo mismo que Rafael Alberti cuando se dirigía a Maruja Mallo: “Dime por qué las lluvias pudren las hojas y las maderas. Aclárame esta duda que tengo sobre los paisajes. Despiértame".  Estoy a punto de romper el cristal de los espacios y cruzar el umbral del mundo. Acariciante nostalgia del ocaso cuando ya todo está dicho y, aún sin decir, me envuelve. El sol, antes de acostarse,  suspira en las montañas modulando sus amarillos y verdes, y el claroscuro apenas se percibe. Mientras, paseo mis últimas ilusiones volando entre árboles rumorosos que se acuestan en el viento y se mecen en las voces infantiles de otros años.

 Pero desecho los taciturnos pensamientos y me adentro en la esperanza. Sólo hay motivos para la gratuidad y el agradecimiento, éste por tantas cosas como hemos recibido y aquella para responder adecuadamente  tanta dádiva como nos envuelve. Son dos caras de la misma moneda: el amor. Y es que no hay cosa más triste que hacer algo esperando la recompensa. Solo permitiría esperar la sonrisa de un niño a cambio del algo. Las demás esperas serían puro egoísmo, simple compensación salarial.

 Qué quieta contemplación en esta melancólica tarde. Qué serena y viva. Entretanto, el sol se esconde con parsimonia, como a mí me gustaría el día en que haya de buscar  nuevos horizontes…