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Laudatio, Si´ PDF Imprimir E-mail
Escrito por Salvador   
Domingo, 28 de Junio de 2015 23:01


Espero que el director me permita hacer un paréntesis veraniego y dedicar los próximos ocho o diez artículos a temas intrascendentes, convenientes para el sosiego y la calma de la calurosa estación. Livianos acontecimientos que propicien el acercamiento al interior o adecuados para el necesario discernimiento. Incluso para acercarnos a espacios de silencio. En todo caso, contemplando en la lejanía la miseria diaria de la política al uso. Por ello, nada más a propósito para despedir el curso que una inicial lectura de la encíclica de Francisco “Laudatio, Si`”, para llegar a sincronizar con “la natural lentitud de la evolución biológica” de que se habla en la misma.


Para tratar “sobre el cuidado de la casa común” -como reza en el subtítulo-, ha sido recibida con expectación por todo el mundo, y no sólo en el ámbito católico. La anterior exhortación Evangelii Gaudium fue sólo una inaugural carga en profundidad a la Iglesia amodorrada y encerrada en sí misma que encontró al acceder al papado. Ahora, abarca un problema más general con el objetivo de “entrar en dialogo con todos acerca de nuestra casa común”. Sobre esta casa común que es la tierra y, precisamente, para que no olvidemos que nosotros mismos somos tierra. Como nos alerta desde el inicio (LS, 2) “la violencia que hay en el corazón humano tambien se manifiesta en los síntomas de enfermedad que advertimos en el suelo, en el agua, en el aire y en los seres vivientes; por eso, entre los pobres mas abandonados y maltratados, está nuestra oprimida y desvastada tierra”.


Me seduce este Papa que los cardenales habían ido a buscar al fin  del mundo –según dijo él mismo - y nos cautivó con esa palabra llana y cercana que le caracteriza. Ya, en aquellos inicios, este hombre humilde y abierto supo dirigirse a los poderos del mundo con estas palabras: “seamos custodios de la creación, del designio de Dios inscrito en la naturaleza, guardianes del otro, del medio ambiente; no dejemos que los signos de destrucción y de muerte acompañen el camino de este mundo nuestro”.


Juan XXIII inició el acercamiento  de la Iglesia y su reconciliación con el mundo en el Concilio Vaticano II. Francisco me da la impresión de que intenta llegar más allá al profundizar en nuestra relación con la naturaleza. Proclama la necesidad de volver a los orígenes: a la Iglesia de la periferia pobre, atenta con los desvalidos, pendiente de las diferencias hirientes, escenarios que son indiferentes a los poderosos  de este mundo. El espíritu franciscano –núcleo de la nueva praxis vaticana-   se vislumbra desde el titulo, “Lauatio, Si´”, tomado del antiguo lenguaje del Cántico de las Criaturas del de Asís, para quien eran inseparables “la preocupación por la naturaleza, la justicia con los pobres, el compromiso con la sociedad y la paz interior”. Esta primera encíclica, sin olvidar al cielo, se consagra a la Tierra, a la que llama hermana, con especial atención a los más desfavorecidos, a los que considera diana de las catástrofes originadas por el cambio climático. Es un grito desesperado a favor de la tierra y en contra de quienes la usurpan. Una renuncia franciscana a “convertir la realidad en mero objeto de uso y de dominio”.


No sólo da un certero diagnóstico de los problemas de hoy, de “lo que está pasando en nuestra casa”, sino que con rigor de buen jesuita señala a los culpables del desastre ecológico. Así, indica que “hay que eliminar las causas estructurales de las disfunciones de la economía mundial”, una economía que no respeta al hombre. Llega a criticar expresamente los rescates bancarios y la gestión de la crisis financiera, porque -nos dice- la economía no puede mandar sobre la política. Hemos crecido creyéndonos autorizados a saquear el planeta, cuando no es asumible la voracidad de las grandes compañías y la debilidad de la reacción política internacional. Pone al descubierto la innecesaria producción de deshechos, el consumo irresponsable y todo lo que convierte, cada vez más, a la tierra, nuestra casa, “en un inmenso depósito de porquería”. Desmantela todo el entramado y propone soluciones de futuro, en consonancia con los deseos de cambio de los jóvenes, que “se preguntan cómo es posible que se pretenda construir un futuro mejor sin pensar en la crisis del ambiente y en los sufrimientos de los excluidos”.


Se le tachó de comunista y se le seguirá imputando de populista o demagogo. Es fácil usar estos y otros apelativos por los que no tienen más razones que los resortes del poder y el dinero que detentan. Pero ahí queda su defensa decidida de la dignidad humana, de la persona como centro de nuestras preocupaciones, de sus derechos presentes y futuros. No hay más que leer el alegato final de la introducción, donde se señalan los ejes que atraviesan toda la encíclica: “la íntima relación entre los pobres y la fragilidad del planeta, la convicción de que en el mundo todo está conectado, la crítica al nuevo paradigma y a las formas de poder que derivan de la tecnología, la invitación a buscar otros modos de entender la economía y el progreso, el valor propio de cada criatura, el sentido humano de la ecología, la necesidad de debates sinceros y honestos, la grave responsabilidad de la política internacional y local, la cultura del descarte y la propuesta de un nuevo estilo de vida. Estos temas no se cierran ni abandonan, sino que son constantemente replanteados y enriquecidos”.


Francisco se dirige a todos, pero a los creyentes les exige ser consecuentes, ya que no se puede amar a Dios sin amar la naturaleza y a los más desfavorecidos. Necesitamos una “solidaridad universal nueva”, espiritualidad ecológica que exige mirarnos a nosotros mismos con honestidad -con esa dignidad que nadie nos puede quitar- para practicar una vida de sobriedad y consumo racional. Dice Francisco: “Mientras más vacío esté el corazón de la persona, más necesita objetos para comprar, poseer y consumir”.

Personalmente, merecería la pena que me hiciese esta reflexión.