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Escrito por Salvador   
Lunes, 07 de Diciembre de 2015 20:32



El mundo cambia en todos los frentes y nosotros parece que  no nos enterarnos.  Ni yo mismo caigo en la cuenta de que hace sesenta años pesaba 49 kilos y, en estos momentos, los dígitos se han invertido y  la balanza señala con tozudez los 94. Recuerdo con melancolía aquellas visitas al molino harinero de mi pueblo, con el susto en el cuerpo atiborrado de aceite de ricino. Parece que todavía siento el dolor de las nalgas –ahora las llaman glúteos- mientras ajustaba mis magras carnes a las cuerdas de la romana, al tiempo que el molinero intentaba encontrar el equilibrio moviendo el pilón hasta cantar con parsimonia de crupier el peso de la semana. Aquello resultaba hasta entrañable y, a veces, esperanzador al ver que había ganado algunos gramos. Ahora, todo resulta rutinario y aséptico: te desprendes de las ropas, aspiras profundamente, miras temeroso el visor digital de la balanza y siempre te queda el mal sabor de boca.



Lejos de soliloquios sobre batallitas nostálgicas, es lo cierto que estamos sufriendo la fatídica realidad de nuestra madre naturaleza a pique del descalabro… Los mandamases de este mundo están reunidos en la Cumbre del Clima de París y parecen ver en la apuesta por “la economía verde” el único futuro posible. El anfitrión, Hollande, ha apostillado pomposamente: “La transformación energética es una obligación moral”.

Los principales causantes del caso, Obama y su homólogo chino Xi Jinping, han reconocido su responsabilidad y están dispuestos a prestar ayuda a los países en desarrollo. Hay compromiso para luchar contra el calentamiento global, aunque no se llegará a un acuerdo vinculante. Pero hay que confiar que, al finalizar la cumbre, se hayan urdido algunas mimbres en busca de “la justicia climática” y del llamado Fondo Verde. Como ha puesto de relieve el Presidente de Ecuador, Rafael Correa, ha de saldarse la “deuda ecológica” que los países ricos –lo que más contaminan- tienen con los más pobres y sufridores del cataclismo. Según la OMS, entre 2030 y 2050 el cambio climático causará 250.000 muertes adicionales cada año. La degradación de la naturaleza por el impacto de la acción del hombre hace desaparecer animales y plantas y no es posible contemplar impasibles la degradación de la agricultura y la deforestación.

Por ello, sea bienvenida la unidad de criterios entre EEUU y China (ésta, por primera vez favorable a un pacto vinculante), que han de vencer la obstinación de India, el cuarto emisor mundial de gases de efecto invernadero. Son esperanzadoras las palabras de Hollande: "Nuestro desafío es pasar de la globalización de la competencia a la globalización de la cooperación…Tenemos que buscar pactos de equidad entre el norte y el sur".

Una equidad que también busca el papa Francisco, desde su encíclica “Laudato si´”, un intento de diálogo  sobre la tierra, sin olvidar que nosotros mismos somos tierra. Hay que estar alerta a “la violencia que hay en el corazón humano, que también se manifiesta en los síntomas de enfermedad que advertimos en el suelo, en el agua, en el aire y en los seres vivientes; por eso, entre los pobres más abandonados y maltratados, está nuestra oprimida y desvastada tierra”. Esta primera encíclica, tiene una especial atención a los más desfavorecidos, a los que considera diana de las catástrofes originadas por el cambio climático. Es un grito desesperado a favor de la tierra y en contra de quienes la usurpan.

Va más al fondo: “hay que eliminar las causas estructurales de las disfunciones de la economía mundial”, una economía que no respeta al hombre, una economía que no puede mandar sobre la política. Hemos crecido creyéndonos autorizados a saquear el planeta, cuando no es asumible la voracidad de las grandes compañías y la debilidad de la reacción política internacional. Desmantela todo el entramado y propone soluciones de futuro, en consonancia con los deseos de cambio de los jóvenes, que “se preguntan cómo es posible que se pretenda construir un futuro mejor sin pensar en la crisis del ambiente y en los sufrimientos de los excluidos”.

(Un paréntesis: ¿qué candidato al 20D se ha comprometido en estos términos?)

Francisco, con su voz autorizada y respetada mundialmente, sale en defensa decidida de la dignidad humana, de la persona como centro de nuestras preocupaciones, de sus derechos presentes y futuros. Por ello, invita “a buscar otros modos de entender la economía y el progreso, el valor propio de cada criatura, el sentido humano de la ecología, la necesidad de debates sinceros y honestos, la grave responsabilidad de la política internacional y local, la cultura del descarte y la propuesta de un nuevo estilo de vida. Estos temas no se cierran ni abandonan, sino que son constantemente replanteados y enriquecidos”. Es de esperar que esta invitación tenga una respuesta eficaz y vinculante entre las partes asistentes a la cumbre de París. Alabado sea el sentimiento de urgencia que se percibe, la preocupación casi sincera de los implicados y la expectación de todos los que estamos sufriendo tanta degradación.

La polución ataca sigilosamente sin que nos demos cuenta, la comodidad y la inercia hacen otro tanto y el sentido de autosuficiencia remata la faena: nos aferrarnos a usos reñidos con el medio ambiente. Mientras tanto –esperando lo mejor posible de la Cumbre-, desde nuestros pequeños escenarios podríamos cooperar comprometiéndonos en detalles -necesarios aunque parezcan intrascendentes-  como dejar de usar el coche en ciudad, utilizar la bicicleta o las piernas, reciclar nuestras basuras… algo así como mejorar nuestra conciencia ecológica.

Si cada día tienen su propio afán, no es obligado agobiarse. Quizá nos bastaría con aportar nuestra mirada amorosa a la naturaleza. Y, si acaso, buscar una amapola que, por añadidura, te de calor en las mejillas.  O, quizá, mirar un efímero lirio del campo, de aquellos a los que Salomón no pudo imitar. En busca perentoria de la justicia ecológica.