De vuelta al Olimpo Imprimir
Escrito por Salvador   
Domingo, 17 de Abril de 2016 22:02


No sé con certeza en que entretiene sus ocios la juventud de hoy. Más allá de las machaconas noticias sobre su apatía globalizada, sólo nos dicen que está encapsulada en los… avances tecnológicos. En mis tiempos, mal que bien nos gustaba la lectura, nos solazábamos con soñar mundos poéticos e inalcanzables, incluso hacíamos incursiones en las fantasías de la mitología. Sabíamos de Odín y los nueve mundos nórdicos, de druidas celtas y de Isis y Osiris. El misterio de las momias y reyes egipcios y sus libros sobre los muertos y los ámbitos de ultratumba nos llenaban de fantasías y, en fin, nos eran familiares los dioses de Grecia y Roma.


Más allá de ensueños y fantasías, de simbologías y quimeras, todos recordamos al dios del cielo y soberano de los dioses todos (Zeus/Júpiter) criado por las mismas ninfas; a la diosa del amor y de la belleza Venus nacida de la espuma y su correspondiente masculino Eros dios de la fuerza inquieta e insatisfecha que es el amor. También nos seducían el  paradójico dios de los muertos y dueño de los ricos y otros más terribles como al señor de la guerra, el feroz y belicoso Marte al que acompañaban deidades menores como Fobo (terror);  o a Saturno, devorador de sus hijos, personificación del paso del tiempo y la abundancia… No quiero terminar este memorial sin recordar a  Neptuno, el airado que ayudó a Apolo a levantar las murallas de Troya y que, al verse traicionado por su rey, se vengó sin limites enviándole un terrible monstruo marino a que devastara la tierra.


En esta eterna correlación de fuerzas entre guerras y horrores, fobias y cálculos demoníacos, murallas y mares traicioneros, vuelven a tronar las deidades y no, precisamente, para reposar en el Olimpo que los griegos creían haber construido para que morasen los dioses en mansiones de cristal. Son los flujos migratorios –hijos de los odios y las hambrunas- los que quieren devorarnos, acunados entre muertes y tacañerías monetarias.


Esta semana se inició con la llamada de atención que nos hizo Bruselas al reprochar el ritmo de acogida de refugiados, atribuyendo los pésimos números de España a la falta de voluntad del Gobierno. Da vergüenza saber que sólo hemos acogido a 18 refugiados, algo distinto de la última promesa de 467 y muy alejado de aquellos diez mil que nos correspondió en el primer paripé de distribución europea. Tras meses de tensiones, la Unión Europea acordó a finales del pasado septiembre redistribuir a 160.000 personas -una mínima parte del millón largo llegado a suelo europeo- entre todos los socios. Bruselas avisa del polvorín que supone el cierre de las fronteras con Macedonia y lanza continuos llamamientos a acelerar el proceso: los socios, empezando por los del Este y España, hacen oídos sordos.


Mientras preparo estos comentarios, espero con expectación y esperanza la anunciada visita de Francisco a tierras griegas. Algo así como un nuevo viaje a Ítaca… La visita del Papa de los descartados está en sintonía con aquel primer viaje a Lampedusa, donde se interrogó -“¿quién de nosotros ha llorado por las madres que pierden a sus hijos en el Mediterráneo?”-  y en donde clamó contra “la globalización de la indiferencia”. Recuerdo su llamamiento, que no fue oído, para que cada parroquia o convento católico acogiese a una familia de refugiados. Ya en México –en la ciudad fronteriza de Ciudad Juárez- advirtió contra la miseria que empuja a emigrar y, más recientemente, criticó a quienes “no asumen la responsabilidad en la crisis de los refugiados”. En enero pasado y ante el cuerpo diplomático instó a Europa a “vencer el miedo ante un fenómeno tan imponente porque tiene los instrumentos necesarios para encontrar un justo equilibrio entre el deber moral de tutelar los derechos de sus ciudadanos y el de garantizar la acogida a los emigrantes”, en una humanidad en camino que pretende escapar de la miseria extrema. Ha puesto el dedo en la llaga: “Están ahí, en las fronteras, sufriendo a cielo abierto, sin comida, porque hay muchas puertas y corazones cerrados".


En Lesbos resuena el eco del vergonzante acuerdo entre la UE y Turquía sobre el plan de devolución de refugiados a cambio de treinta monedas, en su nueva versión. Al tiempo de mandar al periódico estos comentarios, nos llegan las noticias de Lesbos en donde Francisco, con la tristeza reflejada en su rostro, confiesa que tiene el objetivo de “llamar la atención del mundo ante la crisis humanitaria”. Así, ha hecho un diagnóstico certero: “Todos sabemos por experiencia con qué facilidad algunos ignoran los sufrimientos de los demás o, incluso, llegan a aprovecharse de su vulnerabilidad… Los refugiados no son números, sino personas con rostros, nombres e historias, y deben ser tratados como tales… Conocéis el sufrimiento de dejar todo lo que amáis y, quizás lo más difícil, no saber qué os deparará el futuro”.


Y, aun así, quiso dejarles un mensaje de esperanza al destacar “la respuesta generosa del pueblo griego” y de muchos voluntarios, “especialmente de jóvenes que han venido para ayudar desde toda Europa y del mundo”. Al borde del llanto y pese al maquillado escenario, se mostró confiado: “Esperemos que el mundo preste atención a estas situaciones de necesidad trágica y verdaderamente desesperadas, y responda de un modo digno de nuestra humanidad común”.  Y les ha dicho: “No estáis solos. ¡No perdáis la esperanza!”


Desechemos, por una vez, una Europa en la que permanezcan "las puertas y los corazones cerrados". Repudiemos la mezquindad y el pragmatismo y abramos los ojos a la dignidad. En este nuevo caminar de Jerusalén a Jericó –al que se conocía como Camino sangriento-  descartemos la pregunta que se hicieron el sacerdote y el levita (“¿qué me va a pasar a mi?”) y –como nos decía Martin Luther King en su ultimo discurso-  preguntémonos como el samaritano: “¿Si no me detengo a ayudar a este hombre, ¿qué va a pasar con él?”.