Un equilibrio interior Imprimir
Escrito por Salvador   
Domingo, 05 de Julio de 2015 23:20


De pequeños nos enseñaron que los tres primeros frutos espirituales eran –y es de suponer que seguirán siéndolo-  la caridad, su complemento el gozo y la paz como lazo de unión entre ambos. En este ámbito, el gozo no es otra cosa que el reposo y el contento que se encuentra en la complacencia del bien poseído. Y la paz, según San Agustín, es la tranquilidad que mantiene al alma en la posesión de la alegría, excluyendo toda clase de turbación y de temor. Es claro que no es posible satisfacer todos nuestros anhelos, pero el gozo bien entendido, la paz,  se apodera de nuestras facultades, fortificándolas tan poderosamente que ya no pueden llegar a ser turbadas. Es lo que nos permite alejar de nosotros el pesimismo.


Francisco nos habla del gozo y de la paz (LS, 6, IV, 222-227) que, para él, son estados de espíritu incompatibles con “la constante acumulación de posibilidades para consumir  (que) distrae el corazón e impide valorar cada cosa y cada momento; en cambio, el hacerse presente serenamente ante cada realidad, por pequeña que sea, nos abre muchas más posibilidades de comprensión y de realización personal”.  Es hora, entiendo, de hacer un pequeño alto en el camino y aprovechar la tranquilad estival para crecer en sobriedad, siendo capaces de  gozar con poco. Esta sensibilidad supone “un retorno a la simplicidad que nos permite detenernos a valorar lo pequeño, agradecer las posibilidades que ofrece la vida sin apegarnos a lo que tenemos ni entristecernos por lo que no poseemos”. En esto consiste -creo entrever- el espíritu optimista, que huye de la dinámica del dominio y de la mera acumulación de placeres. Precisamente, porque el más pequeño contratiempo en ese ansia de acumulación, nos lleva al pesimismo.


La sobriedad es liberadora. Hay que saber gozar con lo más simple. Hay que ser capaces de ser felices al desarrollar otros placeres no obsesivos, buscar la “satisfacción en los encuentros fraternos, en el servicio, en el despliegue de los carismas, en la música y el arte, en el contacto con la naturaleza, en la oración. La felicidad requiere saber limitar algunas necesidades que nos atontan, quedando así disponibles para las múltiples posibilidades que ofrece la vida”.


Para evitar los desequilibrios de este mundo azaroso y ávido de poseer, es preciso atreverse a hablar de la integridad de la vida humana y sus grandes valores. Entre ellos, el ser conscientes de las propias limitaciones para evitar creer “que es nuestra propia subjetividad la que determina lo que está bien o lo que está mal”. Disciplina que nos llevará a la paz interior, que “se refleja en un estilo de vida equilibrado…la naturaleza está llena de palabras de amor, pero ¿cómo podremos escucharlas en medio del ruido constante, de la distracción permanente y ansiosa, o del culto a la apariencia?”.

Si llegamos, siquiera, a despegarnos de nuestras ansias abrasivas y a vislumbrar esa paz interior, es difícil ser pesimistas. Nos basta con buscar la sensatez que nos aleja de la velocidad, de las prisas, del atropello permanente. Por ello, hay que aprovechar  estas fechas para recuperar la serena armonía con la naturaleza, para intentar reordenar un nuevo estilo de vida “que sabe estar plenamente presente ante alguien sin estar pensando en lo que viene después”.Simplemente, probando a descubrir el valor de cada cosa.

Nos debe bastar con mirar los lirios del campo y las aves del cielo y saber “superar la ansiedad enfermiza que nos vuelve superficiales, agresivos y consumistas desenfrenados”. No deberíamos ser tan fatuos como pretender que el mar se colmase con una gota de agua que nosotros derramásemos sobre él. Y nos bastaría, para llegar a ese deseado equilibrio interior, cantar con el salmista: “Lo consulté y me escuchó, me libró de todas mis ansias”.