Mis cárceles ignoradas Imprimir
Escrito por Salvador   
Domingo, 19 de Julio de 2015 23:03

Precisamente, he estado esta semana repasando las palabras -una sinfonía que no desentona aunque emita notas agudas-  que el Papa ha pronunciado en su reciente visita al centro de rehabilitación de Santa Cruz, en Bolivia. Me  animaba con sus serenas reflexiones, tan apropiadas para estos días de tranquilidad –aunque también esto pueda parecer un contrasentido- y, mira por donde,  los hechos corroboran su análisis de este segmento de nuestra sociedad que sufre las consecuencias del descarte globalizado.


Paso de puntillas por el marco de lo que se ha denominado la "subcontratación de la tortura" (cárceles secretas en Polonia y Rumania, el tristemente célebre penal de Irak, Guantánamo como barbarie consciente y sistemática sobre cuerpos desnudos y torturados en jaulas de fieras), suma de la cobardía y la hipocresía global. Y no quiero ni hablar de espacios más cercanos (predispuestas las cárceles para la “prisión permanente revisable” –sin plantearme la inconstitucionalidad de esta crueldad- o para acomodo de presos alejados de su entorno).



Me conformaría con resaltar la dignidad del preso, ya que “reclusión no es lo mismo que exclusión, que quede claro,  porque la reclusión forma parte de un proceso de reinserción en la sociedad”. Por ello, deberíamos interrogarnos por los elementos negativos que inciden sobre el sistema carcelario: el hacinamiento, la lentitud de la justicia, la falta de terapias ocupacionales y de políticas de rehabilitación, la violencia… Y tratar de encontrar respuestas.


Hace poco se publicó en la prensa una carta de uno de nuestros presos, que rezuma arrepentimiento y perdón, en la que se plantea la lucha “por un futuro que se vislumbra lejano y desdibujado”. En la soledad del presidio, el tiempo transcurre despacio –“paso muchas horas llorando”- y el verano se reduce a la añoranza de los seres amados: “La nostalgia y el desconsuelo se agarran al pecho y apenas dejan respirar cuando vemos esas imágenes de playas abarrotadas en la soledad de nuestra celda. No hay quejas. Pero sí hay dolor”.


A propósito de este panorama, quisiera hacer unas reflexiones sin acritud, desde mi circunstancia personal -instalado como estoy en mi libertad  sin muros visibles- y preguntarme si tengo que cambiar la melodía…


Y es que, quizá,  deberíamos ser capaces de imaginar que en la cárcel  no hay un río de aguas frescas que discurra por medio del patio carcelario. Ni por debajo del puente que une las galerías, desde donde poder tan siquiera zambullirse en sus aguas en una escapada nocturna. Tan triste como no poder ver desde el ventanuco de la celda ni un olmo donde cante un estornino, con sus reflejos verdes y morados, a quien hablar de nuestras soledades.


Pero lo más triste -me imagino-  es no recibir a nadie: la soledad del presidio de la que habla la carta. Qué larga debe ser la noche entre las paredes de un celda, muda e indiferente. Y durante los eternos días, qué atronadora soledad la del que no recibe la visita –ni tan siquiera la palabra- de los otros, de los que deberían estar atentos al desierto enjaulado. Un desconocido, un amigo, un familiar lejano. O un nieto, un hermano, un hijo, la pareja de los tiempos libres y compartidos. Ahora, yermos y agostados. De verdad: ¿dónde están ahora, por qué nadie aparece en el locutorio? Sólo veo los ojos enrojecidos del interno buscando la cara ausente. Sus oídos opacos a cualesquiera voces del recuerdo. Sus labios secos de sonrisas. Esperando que alguien le llame por su nombre de pila.


Convendría recordar que “el dolor no es capaz de apagar la esperanza en lo más profundo del corazón, y que la vida sigue brotando con fuerza en circunstancias adversas”. Aunque sea en una cárcel cercana, en donde están hombres como yo. Cada uno de vosotros, sois “un hombre perdonado”, recordaba Francisco, comparándose con ellos, a los andinos a los que ofreció la misericordia que sana, perdona, levanta, cura y devuelve dignidad. La dignidad, que es lo que nadie debe encarcelarnos y lo que nos lleva a evitar la desesperación. Y  la oscuridad que puede brotar del sin sentido.


Cuando el amor entra en la vida, “uno no queda detenido en su pasado sino que comienza a mirar el presente de otra manera, con otra esperanza. Uno comienza a mirar con otros ojos su propia persona, su propia realidad. No queda anclado en lo que sucedió, sino que es capaz de llorar y encontrar ahí la fuerza para volver a empezar”. Mientras se lucha por eso –como se lee en la carta de nuestro preso-  no podemos dar nada por perdido.


En el entretanto,  yo quieto ante la zarza que arde y no se consume, sin tan siquiera acercar mis cejas para que se me chamusquen… Me lo impiden unos muros que no soy capaz de traspasar. Son mis cárceles ignoradas, esas que me engañan con mi ingenua –o no- credulidad. Mis cárceles olvidadas, donde es fácil esconder mis egoísmos… que ni tan siquiera se maquillan con una simple visita al encarcelado para mirarle a los ojos y con quién cruzar unas palabras.

Es preciso, me planteo, acercarse al fuego que vivifica y en el que, a veces,  se te abren unas puertas a las que tú ni siquiera has tenido la valentía de llamar.