Un cierto respiro Imprimir
Escrito por Salvador   
Lunes, 07 de Julio de 2014 11:10

Como medicina preventiva, me prometo escapar, en lo posible, de los acontecimientos diarios. Empezaré por reducir la propia extensión de los artículos, para solaz de todos. Pero, en verdad, no sé si este propósito lo cumpliré con mis lectores porque, por ejemplo, ahora mismo estoy oyendo la última “diciúra” del encorsetado y, pese a ello, dicharachero Presidente de la Patronal,  Sr. Rosell, sobre los amos y amas de casa que se apuntan al paro para recibir subvenciones. Pero, insisto: me olvidaré de él y de otros individuos de su calaña –dicho con todos los respetos que se merecen- e intentaré dedicar mi atención a las bucólicas incursiones que me pueda sugerir mi estancia en esta vieja y agradable zona de antiguas huertas del Puente de la Sierra (situada a la entrada de la denominada Sierra de Jaén o Sierra Sur, en el camino antiguo de Granada y bañada por los ríos Quiebrajano y Frío) en una de cuyas urbanizaciones disfrutamos desde hace cuarenta años de clima más benigno y de la amistad estacional, pero consolidada y sincera, de la buena gente –en su cabal sentido- de los giennenses.

 

A mi pesar, la evocación idealizada de nuestro entorno se topa inmediatamente con el abandono de la mano del hombre. Este año echo de menos la limpieza y adecentamiento de los cauces del río –faltarán posibles para maquinaria y peonadas- que se nos presenta agobiado por escombreras,  sin aliviar sus heridas invernales. Qué dirían los antiguos “domingueros” de Jaén, aquellos que en los años cincuenta bajaban ilusionados a solazarse en las riberas de sus ríos, jalonadas de esplendorosas choperas y alamedas. Ni tan siquiera puedes visitar el viejo y ruinoso castillo, ni la abandonada zona recreativa de la Cañada de las Hazadillas. Apenas te resta contemplar el arte rupestre en sus representaciones localizadas en los valles que va dejando el Quiebrajano a su paso por el señorío de Otiñar.

 

He de conformarme con admirar las pequeñas ondas que se van perdiendo –como se aleja la cansada memoria- en el discurrir de las azules/verdes aguas del río, mientras se reflejan, invertidas y como de cinabrio,  las copas de sus árboles. Estamos en el verano que nace a nuestros pies y empieza a discurrir entre las resecas manos, en tanto contemplo quietamente la melancolía de la tarde, serena y viva.

 

Si acaso, confío que las tormentas veraniegas no se ceben en las tranquilas tardes de descanso. No quiero contemplar el lento, a la par que furioso, descenso del rio, sorteando los meandros, como inexorables hacha de verdugo que, sin cortar de raíz, todo lo doblega a su paso. En todo caso, quisiera que el río saliera por el ojo oscuro del puente para quedarse en rizos cantarines sobre las piedrecillas y cantos, rosas y malvas. Remansado su curso, sólo estremecido al desaparecer por el recodo.

 

Con el río me quedo. Si acaso, marcho por el camino adornado de sargas, junto a la flor de casia, sin hacer bruscos ruidos.  Una roja amapola, un cardo amarillo, se reflejan en sus aguas. El sol que reverbera sobre las grises rocas, da penumbra a mi vera. A lo lejos, la noche vuelve perezosa, vana, en un olvido eterno, mientras lloro las hojas de mi desnudez liviana.