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Las flores de Punitaqui (Día cuatro) PDF Imprimir E-mail
Escrito por Salvador   
Viernes, 01 de Julio de 2011 19:08

 

Continúo con mi relato gráfico del viaje a Chile, que inicio con la frágil figura de la anciana incansable que se desvivía por atendernos y agasajar a la hermana María Teresa. Con su flor roja puedo resumir las acciones del día cuatro de junio porque los ancianos me recordaron, en su sencillez, aquellas flores de Punitaqui que cantara Neruda, el poeta de Chile, en honor de las mujeres de aquellas tierras de las pobres y hondas minas.

No recuerdo –no me hace falta recordar- su nombre, pero aquella cadencia en el baile con la flor roja en la cabeza, me volvieron lo más tierno y profundo del “fondo sepultado del hombre”. Bien merece recordarlos por que

Eran en su pobreza

la fortaleza florecida, el ramo

de la ternura y su metal remoto.

 

Aquel día, como el resto de los días que allí amanecían sobre las seis y media, la primera actividad estaba dedicada, como no, a la misa matinal, oficiada cada vez por uno de los Obispos eméritos que conviven con la comunidad y seguida del estupendo desayuno que, a mi personalmente, me encantaban pues consumí en abundancia –licencia permitida en mis desplazamientos-  la rica mantequilla que las propias hermanitas preparaban.

 

Después, el refrescante paseo matinal  por los jardines, con numerosas fotografías recordatorias. Aquella mañana nos visitó Monseñor que se hizo algunas con nosotros. Pose ante Santa Juana Jugán y espera en la salita para la entrega de un ramo de flores obsequio del desbordante Antonio, hasta salir a visitar la Basílica de Nuestra Señora de Fátima, que está adosada al propio convento. Un paseo por el parque con motivos marianos.

 

Nos esperaba el cuadro flamenco de los ancianos que asimismo nos deleitaron con bailes regionales, en los que nos hicieron participa –con desigual suerte y gracejo- a Nieves, Pili, Miguel Ángel, Jesús, Salvadora y Teodoro y un  servidor que, como es natural dada mi grácil figura, fue la atracción perversa de la matinal.

 

Después de almorzar (ahí subo alguna foto de la tareas propias de nuestro servicio domestico) otra vez no esperaban, esta vez en el Salón de Actos, para ofrecernos, bajo al estupenda batuta de Sor Loreto otro repertorio de música y bailes regionales (en cuyos prolegómenos me permití, como podéis ver, dar una cabezadita), en el que participaron Jose Miguel, Pili y Rafi. También debutaron Nieves con sus canciones y Antonio con un  verso juvenil, que declamó con garbo y buena dicción.

 

Después, todavía tuvimos valor de escaparnos al centro de Santiago, donde nos esperaba en su caballo el pariente D. Pedro de Valdivia, a cuyos pies se practica con gran asiduidad el mitin espontáneo. Visitamos la Catedral, paseamos por las calles céntrica y recalamos en el Palacio de la Moneda, donde los sucesos de Allende. Como podéis ver, los únicos turistas en aquel momento éramos nosotros, circunstancia esta que me ha llamado la atención.

 

Creo que terminamos, parea no perder la costumbre, en un mercadillo comprando chucherías. Ellas, porque yo, he de confesar, todo el gasto que hice durante mi estancia fueron dos café y un  helado y una botella de agua mineral, que compartí en dos ocasiones con mi hermana.

 

Asi es que, si os apetece, pinchad aquí

 

 

https://picasaweb.google.com/salvadormartindm/DIACUATRO

 

 

Para terminar, me voy a permitir copiar parte del poema de Pablo Neruda, titulado “Flores de Punitaqui”. Dice así:

 

 

Y allí con unas flores

las mujeres de allí, las chilenas de arriba,

las minerales hijas de la mina,

un ramo entre mis manos, unas flores

de Punitaqui, unas rojas flores,

geranios, flores pobres

de aquella tierra dura,

depositaron en mis manos como

si hubieran sido halladas en la mina más honda,

si aquellas flores hijas de agua roja

volvieran desde el fondo sepultado del hombre.


Tomé sus manos y sus flores, tierra

despedazada y mineral, perfume

de pétalos profundos y dolores.

Supe al mirarlas de dónde vinieron

hasta la soledad dura del oro,

me mostraron como gotas de sangre

las vidas derramadas.


Eran en su pobreza

la fortaleza florecida, el ramo

de la ternura y su metal remoto.


Flores de Punitaqui, arterias, vidas, junto

a mi cama, en la noche, vuestro aroma

se levanta y me guía por los más subterráneos

corredores del duelo,

por la altura picada, por la nieve, y aun

por las raíces donde sólo las lágrimas

alcanzan.


Flores, flores de altura,

flores de mina y piedra, flores

de Punitaqui, hijas

del amargo subsuelo: en mí, nunca olvidadas,

quedasteis vivas, construyendo

la pureza inmortal, una corola

de piedra que no muere.