Hoy, cerca el final del otoño, quiero contar tus miserias que son las mías, para que este vivir cansino sea más llevadero.
La memoria se me escapa pero los recuerdos vuelven a mí. Libre ya de temor alguno sólo espero la entrañable misericordia de una sonrisa sin compasión. Veo las tres brujas de mi tragedia subir como sube el incienso que se escapa del pebetero, mientras suenan lejanas las monótonas salmodias de siempre.
Todavía te veo encandilado, en la fotografía que amarillea, sobre el fondo de las fronteras del mar y las altas montañas, junto a la más bella de las mujeres -la que con veintitantos años te amaba para siempre- rodeado de los seres queridos. En la distancia de los años y de los espacios que fijaron tu retina para siempre.
¡Cómo no quieres que te añoremos! Si no has desaparecido de nuestros sueños desde que naciste por segunda vez en la tierra de sus antepasados, junto al hacho y a los jérguenes, en las dulces desventuras de la juventud. Toda una vida con tus intimidades, las tuyas y las que te rodearon año tras año, sudor a sudor, hasta el desenlace inicial cuando todo parecía acabar. Pero caíste en la cuenta de que el vacío no se podía llenar, pero tampoco apartar, entre otras cosas porque seguía a tu lado. Más ya no hay remedio: todo va nublándose, como si de un olvido involuntario y persistente se tratara. Es inevitable tu propia desazón, que te atenaza -como hojas de adormideras y verdes bolsas- hasta que caes rendido en el insomnio. No sé si en el insomnio o en los sueños que siempre terminan por despertar.
En todo caso, sólo deseas salir de la cama y de los días jubilosos, olvidar las nostalgias y las vanas realidades, de tantas cosas incompletas, porque -como me han dicho poéticamente- la muerte invade de vez en cuando el sueño y hace sus cálculos.
Mírate las manos –vacías o plenas- ábretelas y lo poco que tengas derrámalo.
Oh Dios, por ti madrugo.
A DORA, SI FUERA POSIBLE. Y PARA ARMANDO |