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La inmigración, solución y problema PDF Imprimir E-mail
Escrito por administrador   
Viernes, 03 de Noviembre de 2006 17:05

Cuando, en los años sesenta, nuestros pueblos se quedaban solos porque sus hombres emigraban al extranjero, aquello nos parecía un alivio para la situación angustiosa que atravesábamos, ya que con la inmigración se arreglaron muchas situaciones, dentro y fuera de nuestro entorno, y los emigrantes españoles e italianos eran bien recibidos en un estado extranjero, que los necesitaba y los trataba con dignidad, aunque todavía no perteneciésemos a la Europa unida de nuestros tiempos. Pero, cuando la corriente migratoria arrastra a personas que ya no son de nuestro entorno, ni de nuestra etnia, aunque sean tan próximas geográficamente como los marroquíes, los subsaharianos o los “gitanos” de la Europa oriental, la cuestión pasa de ser una solución, a plantearse como un grave problema. Una reciente encuesta pone de relieve que casi el cincuenta por ciento de los alumnos no acepta en las aulas a los hijos de emigrantes.

En las elecciones catalanas, se habla de proponer una especie de carné por puntos del buen inmigrante, cuya condición se concederá, al parecer, por cuestiones de carácter cultural (lengua, religión, conocimientos históricos, valores y principios propios de la sociedad catalana, etc.). La inmigración, por otro lado, se ha convertido, por primera vez, en el principal problema, según la última encuesta periódica del CIS; es, con un 59,2%, la mayor preocupación de los españoles, superando al paro y al terrorismo, que habían ido alternándose en la cabeza de los tres principales problemas de los españoles. Los adalides del encuentro entre civilizaciones se rasgan las vestiduras ante la vecindad de esta avalancha intercultural, con el regocijo de la llamada derecha cristiana que nunca atacó el problema de cara y que ahora ve con contento cómo a la izquierda iluminada se le puede ir de la mano la cuestión de la negritud. Y se buscan soluciones negativas, como fijar la cuota de emigrante o la sempiterna regularización a posteriori, o se ofrecen como positivas medidas del control europeo de fronteras o la lucha contra el tráfico ilegal de personas. Y se utiliza para la lucha partidista, alternativamente, la desconfianza o el sentimiento humanitario. Dejémonos de paños calientes: el problema no es el número excesivo de emigrantes, ni otras excusas que se esgrimen. El verdadero problema, a mi juicio —y sin querer ser demagogo—, son los miedos y los complejos que genera la inmigración en los responsables políticos. También los ciudadanos de a pie tenemos pánico a enfrentarnos a una cultura que no es la nuestra y que empieza a preocuparnos, sencillamente, por una cuestión racista que se inicia en el color de su piel y continúa por desconocer, y temer, su lengua y su estética, cual sea su concepto de lo bello o de lo bueno, sus criterios de comportamiento; en una palabra, tememos sufrir una aculturación, al revés, pero con los mismos efectos de lo que nosotros hicimos en nuestros tiempos de descubridores y colonizadores. Dicho llanamente, pretendemos mantener nuestra identidad y para evitar el acogimiento, ni queremos pensar como ellos, ni menos sentir con ellos: sólo nos interesa mantenerlos lejos de nuestro bello entorno cultural. Por ello, no está moral ni éticamente justificado evitar que vengan.