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Las mañanas de nuestro Jaén PDF Imprimir E-mail
Escrito por administrador   
Viernes, 20 de Octubre de 2006 17:09

Sinceramente, me gustaría saber escribir con sobriedad, sin necesidad de ser elegante ni mucho menos afectado, sólo con el ánimo de responder al pretencioso “escritor y pintor” con el que este periódico apostilla mis quincenales aportaciones, y que yo consiento porque… sencillamente, no merece la pena sustituirlo por lo de jubilado, abogado, Consejero del Instituto de Estudios Giennenses o cualesquiera otra acotación, que para lo único que valen es para encasillarte de forma pretenciosa e incompleta. Digo esto, porque me encantaría ponerles de relieve la importancia que tiene el mero hecho de pasear por nuestras calles. Haría falta una buena pluma que supiera describir el pálpito vital de nuestro Jaén con unas breves pinceladas. Pero, a falta de pan… buenas son estas impresiones. Y es que reconforta pasear por la ciudad. No sólo cuando el sol aún no ha levantado las oscuridades de nuestras calles y uno sólo se encuentra con alguna que otra persona que apresuradamente y con el rostro prematuramente preocupado se dirige silenciosa a su trabajo en la panadería o en el puesto del mercado. A cualquier hora es vivificante ver a las gentes dirigirse a su diario destino. Los jóvenes estudiantes, encorvados por sus monstruosas bolsas repletas de libros, chándales y zapatillas, los más pequeños, arrastrando carretillas también atiborradas. Los funcionarios y empleados, con cara y ademanes de desidia hacia el cotidiano calvario de la jornada laboral. Las amas de casa en busca del condumio diario y de la cháchara obligada con la amiga que les dé la razón cuando expongan sus problemas familiares y las incomprensiones de las vecinas. Incluso el gentío que puebla nuestras mañanas sin destino obligado o determinado. Las señoras de edad, y de buenas carnes, camino del gimnasio o de la piscina, donde la buena voluntad suple cualquier deficiencia técnica en el desarrollo de las tablas de adelgazamiento. Los viejos amigos, que invaden los pocos bancos de nuestras calles y plazuelas, en interminables conversaciones, a veces, acaloradas, siempre nostálgicas, o que recorren sin rumbo la ciudad con el único propósito de quemar metros, más o menos ligeros, con porte marcial o atlético o con cansina compostura y disposición, aunque siempre con la ilusión de lubricar el corazón y hacer prietas las grasas que nunca se van. Señores de edad más que madura, la mayoría de ellos con las manos a la espalda, lo que debe descansar tanto como mirar sin motivo escaparates.

Y, también, esas vidas errantes que deambulan sin saber lo que se hacen, como el elegante señor, de andar diligente, que he visto esta mañana con su camisa de pijama, hablando solo; o la mujer en zapatillas y enaguas que casi todos los días se cruza con nosotros con su cigarrillo entre las manos y la mirada ausente; o el joven de ojos abiertos …, como tantos otros inocentes, los limpios de corazón, que forman parte de nuestra vida cotidiana, seres entrañables, puros, incontaminados, desposeídos que van desgranando sus días por las calles en silencio o soltando sus —y casi siempre no tanto— incoherentes discursos. Quizá mereciesen que, a estos últimos, les prestáramos más atención.