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Todos somos peregrinos PDF Imprimir E-mail
Escrito por administrador   
Viernes, 28 de Abril de 2006 17:47

Sin que sirva de precedente, me vais a permitir que, este segundo artículo de opinión del mes de abril, tenga también una traza o perspectiva cristiana. Raíz que, por otro lado, siempre aflora en mis escritos, de la que no puedo —ni deseo— prescindir. Si en el anterior glosaba la madrugada del Viernes de Pasión, y pese a ello, con una profunda esperanza en la Resurrección, ahora, en las postrimerías del mes y con los pies en la tierra que pisó, hace más de veinte siglos, Jesús de Nazaret, quiero insistir en este mismo sentimiento de ilusión. Pese a que —no tengo que enfatizarlo— el ruido de las metralletas retumbe a diario en nuestros peregrinos oídos y el humo de las bombas suicidas te deje un sabor amargo y especial. Es incomprensible que en estos espacios de promisión (por los que suspiraron los judíos desde sus ancestros, que para los cristianos son lugares de encarnación y a los que los palestinos, en su mayoría alentados por creencias también monoteístas, quisieran poseer como patria natural) no sea posible la paz que todos pregonan y ninguno ejerce.

A todos se nos escapan los impenetrables designios que hacen que nadie sea capaz de soportar al prójimo y, por el contrario, busque cualquier resquicio para su perdición. Acompañado de cincuenta jiennenses —y de otros innumerables peregrinos españoles— recorro estas entrañables tierras, no sin comprensibles temores, y nos lamentamos con frecuencia (no sólo frente al célebre muro que se alza a los pies de las mezquitas) de la triste suerte que rodea a estos hombres con turbante o con "kipá", a estas mujeres de una u otra religión, que conviven y se matan, que se odian o que se miran de soslayo, todos enigmáticamente deseosos de vivir en paz. No alcanzo a comprender cómo es posible que todos, que decimos beber en los manantiales de la verdad y del amor, no seamos capaces de derribar tanto muro de incomprensión y odio, tanta muralla de soberbia y animosidad, y tanto templo de resentimiento y rencor, y no concurramos, presurosos, a abrir nuestro entendimiento y nuestra voluntad a la convivencia y a la concordia. Es refrescante comprobar que inevitablemente desaparecen nuestros temores, al recorrer las verdes planicies del monte de las bienaventuranzas, al subir al de Sión o bajar, por los desiertos de Jericó, a las orillas del Mar Muerto; al contemplar las tranquilas aguas del Tiberiades o al recordar los olivos de nuestro Jaén, a los pies de estos milenarios que suben por las colinas de Jerusalén. Son comprensibles los deseos del pueblo judío que reafirma el justo derecho de Israel a existir en paz.

Como lo son las aspiraciones que anidan en lo más secreto de su corazón del pueblo palestino, que tiende a superar las precarias condiciones en que vive y a construir su futuro. Es posible vindicar, como hacía recientemente Benedicto, el Papa pacificador, la esperanza ardiente de paz para los afectados por el conflicto de Tierra Santa, e invitar a todos a un diálogo paciente y perseverante que elimine los obstáculos antiguos y nuevos, esperando de la comunidad internacional que ayude a la consecución de estos fines, que afecta a estos pueblos y a nosotros. Que todos somos peregrinos.