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Las calles de mi ciudad PDF Imprimir E-mail
Escrito por administrador   
Martes, 23 de Agosto de 2005 19:29

No voy a escribir, a estas fechas, de los incendios ni del aparcamiento, aunque me quedo con las ganas. Y no lo haré, entre otras razones, porque escribir en un periódico cada quince días no te permite borronear sobre la actualidad. Por eso, os asedio con algo más sencillo, la sensación de acogida de las cosas cotidianas. En los meses pasados paseaba con alegría por mi Málaga de nacimiento, respirando el aire con sabor a mar de sus mañanas, sin el agobio del calor, viendo revolotear sobre mi cabeza las gaviotas que se atrevían a surcar la ciudad. Paseos matutinos, además, sobre unas calles sin apenas desniveles. Qué delicia poder andar sin agobios y sin renegar de los muchos kilos de más que mi cuerpo aguanta. Pero volví a mi Jaén, para sumergirme de nuevo en el mar de las cuestas abajo… que luego hay que subir forzosamente. ¡Qué fastidio! Pero, sobre todo, qué alivio. Poder volver a pasear por aceras cuyos baches te sabes de memoria y, por ello mismo, los sorteas con cierta elegancia; deambular por calles donde cada día te topas con una sorpresa, en forma de andamio recién colocado, de bidones de basura sin recoger o de contenedores de escombros con vocación de permanencia; enfilar la calle Martínez Molina, desgraciadamente exterminada de naranjos y, sobre todo, de sus pinos, que eran un lujo ahora difícil de reponer para llegar, entrellanito, al antiguo Hospital de San Juan de Dios; o bajar cantando bajito la Carrera y la Avenida de Andalucía, hasta llegar a los nuevos bulevares para… volver a subir, a veces en autobús. Qué alivio y qué placer. Encontrarte con gente conocida, devolver un saludo o, más despaciosamente, conversar sobre cosas fútiles, livianas, repetitivas a veces, pero siempre entrañables. Qué bien te veo, tú si que estás bien, cómo van los nietos, llevo unos días con una tos que no me deja tranquilo, un abrazo a la jefa, adiós, hasta luego… Y así, poco más o menos, siempre con las variaciones propias del interlocutor. Que lo mismo es tu antiguo compañero de trabajo, que el viejo amigo de Valdepeñas de Jaén. Qué reconfortante comprar el periódico en el kiosco de siempre, donde te guardan los suplementos de rigor y la revistas mensuales, juntándolo todo en una humilde bolsa (¿cómo vamos a desprendernos de tanto plástico?) que incluso te sirve para llevar los churros para los nietos. Qué delectación llegar al café del barrio, tomarte el consabido desayuno sin tener que pedirlo porque conocen tus gustos y luchar a diario con el amigo que intenta pagar tu consumición, antes de que tú puedas invitarle a él. Y volver a tu casa, con tiempo suficiente para saludar al viejo canónigo, después de comprar el pan cateto de siempre. Es lo bueno que, para mí, siempre ha tenido vivir en Jaén. Ciudad pequeña y coqueta, con las primacías de tenerlo todo a mano, desde las delegaciones de la Junta o de la Administración central, hasta los juzgados, los hospitales, la Universidad. Pueblo grande, con la inestimable ventaja de que todos nos conocemos, que todo está a mano, que todo está a la vuelta de la esquina, aunque ahora muchos cojan el coche hasta para comprar una casera en el supermercado del barrio.