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La fiesta de la democracia PDF Imprimir E-mail
Escrito por Salvador   
Domingo, 17 de Mayo de 2015 23:28


Las personas mayores, no sólo nos preguntamos cada mañana qué parte de nuestro cuerpo da pequeños grititos de auxilio, sino que, en gran parte, vivimos de nuestros recuerdos, más o menos gratos. A propósito de que el domingo hay elecciones, me ha venido a la memoria la primera vez que, en democracia, participé en eso que los politólogos de postín llaman la fiesta de la democracia. La verdad es que, para mí, la feria tuvo un final algo decepcionante. Y es que di mi primer voto a aquel gran hombre de la transición y de la democracia cristiana –por lo menos, a mí me lo parecía- que era Joaquín Ruiz Jiménez, de ascendencia giennense. Fundador de la revista de mi juventud “Cuadernos para el Diálogo”, lideró la protesta de la democracia cristiana avanzada en los últimos años de la dictadura y en las primeras elecciones de la transición, en 1977, presentó su candidatura a diputado por Izquierda Democrática. Pues, bien: obtuvo en Torredelcampo, donde yo ejercía de Secretario del Ayuntamiento, nada más y nada menos que siete votos de entre sus catorce mil habitantes.


Cerca de cuarenta años después, me pregunto si mi voto va a resultar tan inútil como en aquella ocasión. Entonces votábamos pensando en izquierdas y derechas. Ahora, parece que la discusión se centra en las desigualdades entre los de arriba y los de abajo, quizá entre el abismo creciente entre ricos y pobres. Parece ser que los últimos vientos olisquean entre los nacidos antes o después del 78 –la transición huele a rancio- sin baremar la validez de la mezcla entre  nueva savia y la experiencia.


Curiosamente, salvo los líderes del PP –que, por cierto, aliados a los viejos sindicatos y a la eterna patronal, han suscrito un pacto laboral, al parecer, de gran alcance y contenido- el resto de las formaciones ofrece en cabeza de sus listas a gente joven y con desparpajo, bien montadas en el dólar mediático en donde ofrecen el oro y el moro. Quizá el oro, la mirra y el incienso… mucho incienso, por si nos embriagamos con sus bebedizos del cambio a gogó.


Lo cierto es que se ha de discernir seriamente qué papeleta hay que introducir en la urna. Coloquialmente, papeleta es asunto difícil de resolver. Y eso es lo que nos espera: un problema de comprometida solución y, en definitiva, de resbaladizas consecuencias. Habría que sopesar si conviene dar el voto a los llamados partidos mayoritarios, pese a que algunos de sus candidatos están señalados por la corrupción y sus máximos responsables lancen balones fuera. En estos días un tal Rus -Presidente de Diputación que recuenta la tajada en su cochecito- sigue tan pimpante y no saben lo que hacer con el angelito. Ítem más, Aznalcollar le estalla a Susana en medio de la investidura sin que, como es costumbre, se hubiera enterado de nada. Ante el inesperado regalo, el PP se rasga las vestiduras y no mira la viga de su financiación con ayuda de todos sus tesoreros, desde los años fundacionales. Les queda –aparte del reparto millonario preelectoral-  el consuelo de los conservadores británico y el fracaso de las encuestas. Los partidos residuales, sobreviven en sus cotas más bajas. Y los llamados emergentes se bandean con sus regeneraciones e indecisiones, esgrimen sus pimpantes ultimátum y  se aferran a los viejos diálogos de sordos. Pues, bien: si a pesar de leernos sus programas –si es que lo tienen-, no estamos conformes con sus propuestas, todavía tenemos la opción de votar fervorosamente a los versos sueltos de la inefable esperanza de la derecha pura y dura –si se es vecino de Madrid-, seguir las juiciosas indicaciones del mentor renovador de los “¡Viva España!” o volver a intentar recobrar la herencia del optimista Zapatero. No se agobien: todavía nos quedan tres posibilidades de bailar en la fiesta: votar en blanco, preparar un voto nulo o simplemente, abstenerse.


En todo caso, el tema merece un cuidadoso y responsable discernimiento. Yo diría que pasando por encima de las personas y de las promesas que no han de cumplirse. Sopesando el grado de credibilidad que cada opción nos merece. Y teniendo en el horizonte qué modelo de ciudad o pueblo queremos disfrutar ahora para que, en los próximos cuatro años, podamos ir construyendo las condiciones para que el futuro sea más acogedor, más incluyente. Reflexionar qué hemos conseguido –y en qué medida- en el reciente pasado y cuáles son las carencias más visibles. Formarnos una visión urbana integradora y viable que permita un crecimiento sostenido de nuestras posibilidades. Decidir si acrecentamos el patronazgo turístico de nuestras riquezas naturales y artísticas o potenciamos la vertiente económica, industrial o empresarial, capaz de subirnos a los avances tecnológicos de la mano de la Universidad. Buscar, entre el florilegio que nos ofrecen, quiénes de verdad pueden ayudar a nuestro crecimiento, más allá de atractivas palabras y promesas  de fácil proclamación y difícil cumplimiento. Saber que piensan hacer con nuestro casco antiguo y con la ciudad de los años venideros y si serán capaces de dinamizar nuestro patrimonio monumental e histórico. Y, más a ras de calle, qué acciones concretas piensan emprender para mantener una ciudad limpia y ajardinada. Si tenemos soluciones para el estancamiento del transporte público o somos capaces de revitalizarlo. Qué medidas habría que exigir para desbloquear las ayudas asistenciales, sin echarnos en cara recíprocos incumplimientos. Cómo atender  adecuadamente a los colectivos marginados…


En fin, lo que ustedes crean que es predicable de estos pueblos y ciudades, que son nuestro hábitat natural. Y será el de nuestros hijos y nietos. Por mi parte, prometo pensármelo seriamente. Para que, de verdad, el próximo día 24 sea una fiesta de la democracia. Y no la feria de las mentiras y los insultos, ni el preludio de un cambalacheo.