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05.05.2008 -
SALVADOR MARTÍN DE MOLINA
EL pasado lunes volví a las andadas y aunque, la verdad, no lo pasé bomba como la semana anterior, sí que pude comprobar el estado de la cuestión en materia periodística. Esta vez le tocó el turno al presidente del Gobierno, a quien, por cierto, no se le encasilló en los cincuenta y nueve segundos, sino que se le dejó responder sin restricciones a las -supuestas- agudas preguntas que le hacía la entrevistadora, que más bien parecían previamente consensuadas, al igual que las respuestas detenidamente estudiadas sin posibilidad para el menor descuido.
Por su parte, los lidiadores de la tarde-noche, no fueron directores de periódicos, pero a los primeros espadas que actuaron se les supone también en el palmito de la profesión: Casimiro García Abadillo -que era el único que repetía-, Margarita Sainz, José María Calleja, Fernando Onega, Charo Zarzalejos y Antón Losada. Todos muy aptos para poner en un aprieto al presidente, pero también todos como amordazados, reprimidos, brindando las respuestas en bandeja
Por ello, el espectáculo me defraudó y no respondió, creo, a las expectativas generadas por la numerosa y reiterada propaganda que previamente se le hizo. Me pareció todo muy predeterminado, como de espectáculo teatral, a modo del discurrir de un balneario -como en el que me encuentro descansando estos días- : ninguna prisa en levantarte, ahora el baño de burbujas, a continuación el masaje, la comida a tales intervalos, en su momento el relax y la adormidera, más tarde la ducha circular, al final el apacible descanso; todo muy estudiado y muy medido.
Y es que el presidente me recordó a Esperanza Aguirre, sin mojarse en los dos o tres temas de actualidad, como el referido al posible pago del rescate a los piratas del barco atunero (sobre lo que se negó a debatir) o la alarma y el rigor, más o menos beneficioso para la salud, en el tema del aceite de girasol y sus repercusiones comerciales. En otras cuestiones, no pasó de reiterar las buenas intenciones -de ellas dice el refrán que está el infierno lleno- sobre una legislatura serena y sin crispación; los lugares comunes de siempre y las promesas de futuros consensos -por lo demás, siempre frustrados- sobre el terrorismo o los inaplazables pactos sobre la justicia. Y el ya viejo y frívolo balanceo en torno a la inflación-desaceleración-crisis-pequeño repunte-recuperación-crecimiento, a la espera de que el tiempo nos devuelva la bonanza económica, sin que sepamos si estamos ante la justificación de una realidad o ante la cerrazón de un ciego, todo en el aire de las buenas palabras y los mejores propósitos. En definitiva, el pretendido debate televisivo me pareció un pequeño fraude de lesa audiencia.
De todas formas, el presidente atisbó posibles errores que han de corregirse y se le vio con ganas de hacer aflorar lo positivo -entre otras cosas, porque eso es lo que corresponde a un responsable político- y, en este sentido, me parece que es un optimista sincero que insta a conseguir la igualdad y la ampliación de derechos. Por eso no se mereció los periodistas que tuvo enfrente, ya que lo que interesa al espectador es ver la reacción del entrevistado sometido a un acoso inteligente. Es la manera de poder calibrar su valía. Pero sólo alumbra la cera que arde.
Esto, amigos, es lo que hay.
Por su parte, los lidiadores de la tarde-noche, no fueron directores de periódicos, pero a los primeros espadas que actuaron se les supone también en el palmito de la profesión: Casimiro García Abadillo -que era el único que repetía-, Margarita Sainz, José María Calleja, Fernando Onega, Charo Zarzalejos y Antón Losada. Todos muy aptos para poner en un aprieto al presidente, pero también todos como amordazados, reprimidos, brindando las respuestas en bandeja
Por ello, el espectáculo me defraudó y no respondió, creo, a las expectativas generadas por la numerosa y reiterada propaganda que previamente se le hizo. Me pareció todo muy predeterminado, como de espectáculo teatral, a modo del discurrir de un balneario -como en el que me encuentro descansando estos días- : ninguna prisa en levantarte, ahora el baño de burbujas, a continuación el masaje, la comida a tales intervalos, en su momento el relax y la adormidera, más tarde la ducha circular, al final el apacible descanso; todo muy estudiado y muy medido.
Y es que el presidente me recordó a Esperanza Aguirre, sin mojarse en los dos o tres temas de actualidad, como el referido al posible pago del rescate a los piratas del barco atunero (sobre lo que se negó a debatir) o la alarma y el rigor, más o menos beneficioso para la salud, en el tema del aceite de girasol y sus repercusiones comerciales. En otras cuestiones, no pasó de reiterar las buenas intenciones -de ellas dice el refrán que está el infierno lleno- sobre una legislatura serena y sin crispación; los lugares comunes de siempre y las promesas de futuros consensos -por lo demás, siempre frustrados- sobre el terrorismo o los inaplazables pactos sobre la justicia. Y el ya viejo y frívolo balanceo en torno a la inflación-desaceleración-crisis-pequeño repunte-recuperación-crecimiento, a la espera de que el tiempo nos devuelva la bonanza económica, sin que sepamos si estamos ante la justificación de una realidad o ante la cerrazón de un ciego, todo en el aire de las buenas palabras y los mejores propósitos. En definitiva, el pretendido debate televisivo me pareció un pequeño fraude de lesa audiencia.
De todas formas, el presidente atisbó posibles errores que han de corregirse y se le vio con ganas de hacer aflorar lo positivo -entre otras cosas, porque eso es lo que corresponde a un responsable político- y, en este sentido, me parece que es un optimista sincero que insta a conseguir la igualdad y la ampliación de derechos. Por eso no se mereció los periodistas que tuvo enfrente, ya que lo que interesa al espectador es ver la reacción del entrevistado sometido a un acoso inteligente. Es la manera de poder calibrar su valía. Pero sólo alumbra la cera que arde.
Esto, amigos, es lo que hay.