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Manos en las alturas PDF Imprimir E-mail
Escrito por administrador   
Martes, 05 de Febrero de 2008 00:09

 

ESTE diario publicó una fotografía en la que se podía contemplar al Sr. Deán de la Catedral dando la mano, con solicitud que no me pareció fingida, a la Sra. Alcaldesa de la Ciudad, escena que se desarrollaba en las alturas, en los mismos tejados de nuestra Seo. Me pareció un excelente ejemplo de la deseable relación entre lo que representan ambos personajes. No sólo por el respeto mutuo que se deben, sino que también como muestra de la conveniente colaboración, más allá del limosneo sin fin y del mercadeo interesado. Nadie puede discutir la presencia eficaz de la Iglesia Católica en la enseñanza, la acción social o en el mantenimiento del gran acervo cultural que suponen sus templos, etc. Como tampoco es honesto desconocer -y, lo que es peor, omitir y deformar- los esfuerzos de conciliación del Gobierno, los cauces de financiación, la enseñanza concertada o la cooperación en la restauración de monumentos de carácter sacro, así como la presencia en eventos religiosos, mantenimiento -no cuestionado- del statu quo establecido en el Concordato preconstitucional

Pero esa impresión placentera encallaba por dos razones. Una, menor: la pastoral de los obispos del sur -refrendada por la Conferencia Episcopal- que, en su derecho de opinar, incluso, de orientarnos a los católicos en cuestiones de moral, creo que se exceden al decantarse políticamente. Y otra, más angustiosa, al encontrarme, al mismo ras del suelo, en el ara del altar, un voceador y apocalíptico oficiante que nos exhortaba a negar el voto a los que propugnaban el divorcio, el aborto y otros excesos. Yo, lo entendí como una invitación a la abstención, porque no sólo anatematizaba al partido en el gobierno, sino que también al de la oposición, pues ambos, a mi juicio, sostienen los mismos parámetros legales en estas materias, aunque en el tema del terrorismo -aparte de utilizar obispos como mediadores- discrepan en algo: antes había más muertes y las mismas misas, y, ahora, hay menos víctimas, aunque mas vociferantes; incluso creí que el anatema de la guerra era especialmente dirigido a los que, sólo al final de ocho años de cristiano mandato, se aliaron con el Bien para declarar la guerra al Mal, aunque fuese echando una mentirijilla.

Y, yo, en mi nostalgia, añoraba los tiempos pasados, cuando no se separaban los matrimonios y nos bastaba la mancebía, ni había homosexuales o, por lo menos, no nos molestaban, pues se les ponía coto con una ley de vagos y maleantes. Años en los que no necesitábamos la educación para la Ciudadanía, pues nos sobraban unos Principio más inamovibles que el Evangelio. Dichosa época aquella de las beatíficas entradas bajo palio ¿para que precisábamos votar a nadie? Incluso, en años más cercanos, qué placidez cuando nadie abortaba más allá de lo legalmente permitido y sólo allende nuestras fronteras y, por ello, no era preciso que nadie nos impusiera conductas apropiadas.

Aunque me desazone esta invitación a la abstención ¿Que descanso para nuestras conciencias estos consejos políticos-morales! Lo malo es que, por mi parte, me temo que no me abstendré y voy a mantener las manos en las alturas y las utilizaré, a ras de urna, para votar. En conciencia y en uso de mis principios cristianos y de mis derechos cívicos
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