Es curioso lo que le sucede a determinados líderes, sin consenso entre sus seguidores. Curioso, y preocupante, porque ya me dirán ustedes qué confianza puede transmitir la cabeza de un grupo o colectividad, si sus partidarios más conspicuos se vuelven de espaldas. Las directrices o las doctrinas emanadas de la cúspide no servirán de norte para un comportamiento de futuro. Sin ir más lejos, ahí tenemos los ejemplos de Blázquez y de Rajoy, dos personas que siempre han merecido mi respeto, por lo que me es doloroso constatar las adversas circunstancias que atraviesan.
Monseñor Blázquez, Obispo que tiene la cuita de presidir una Conferencia Episcopal en manos del núcleo duro de la Iglesia Oficial, tuvo la osadía de pedir indulgencia por la connivencia de la Iglesia con el franquismo bajo palio. Esta postulación de perdón por «algunas actuaciones» de la Iglesia española no ha sido acogida con benevolencia, aunque las pronunciara en su discurso de la Plenaria de la Conferencia, en la que nadie tuvo el valor de replicarle. Esta incipiente muestra de reconciliación no ha tardado en tener réplica en el portavoz oficial (¿?) que ha matizado estas palabras, aclarando sin recato alguno que sólo se trataban de apreciaciones personales. Ello es llamativo, pues Benedicto XVI, en los mismos días, volvía a pedir a los obispos españoles la obligación de «mantener y fortalecer la comunicación fraterna, testimonio y ejemplo de la comunión que ha de caracterizar a cada comunidad eclesial». Si el Papa vuelve a insistir en la necesidad de trabajar por la unidad, como ya hiciera durante su visita a Valencia, cómo se puede permitir que la cúpula de la Conferencia se apresure a desmarcarse de las expresiones de perdón y reconciliación de su Presidente.
Algo parecido sucede con Rajoy. He perdido la cuenta de las veces en las que éste ha anunciado una política de dura oposición, pero de moderación, excluyendo del debate político temas de contenido institucional (política exterior, terrorismo). Rajoy parece lanzar globos sondas con el tímido deseo de cambiar la política negativa de catastrofismo a ultranza, y, ante la reacción de la guardia pretoriana de las esencias, se arrepiente y retoma él mismo los viscerales ataques al oponente. Es como si se le hiciera un nudo en la garganta frente a sus valedores mediáticos o al políglota cerebro en la sombra. Podrá permitirse un líder cimbreante, que da vaivenes ante la convocatoria de la AVT –partido político influyente sin el refrendo de las urnas- o que recula, después de aceptar el reto de la confrontación televisiva, con exigencias sin fin. Pero, cuando, a la vuelta de la esquina, sus adláteres no se avergüenzan de utilizar los nombres propios de las victimas recientes del terrorismo para retar al Gobierno o permite que se formulen, en el cierre de la legislatura, proposiciones contrarias al consenso que él preconiza, ya me dirán cómo calibrar dicho liderazgo.
No quiero insistir en el tema, pero me pregunto si es posible mantener la confianza en líderes que no tienen asiento ni entre sus cercanos allegados.