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Un hombre de consenso PDF Imprimir E-mail
Escrito por Salvador   
Lunes, 30 de Julio de 2012 00:13

 

 

De dedicarme a la política, me hubiera gustado parecerme a Gregorio Peces-Barba, un hombre -por encima de todo-  de consenso.

Mi cualidad de fedatario público me obligaba a la neutralidad entre las distintas posturas que conformaban la voluntad de las diversas corporaciones locales en las que presté mis servicios y, por ello, viví la intensidad de la dialéctica política desde fuera, procurando en todo caso ser honesto en mi asesoramiento y fiel en la constatación de los diversos criterios que se plasmaban en los acuerdos. Este ejercicio de ecuanimidad me vedaba la dedicación a la noble tarea de la política, la que siempre entendí que debía ser reflejo del contrato social, sustrato esencial de los entes que instrumentalizaban la voluntad general. Por ello mismo, en todo momento me ha llamado la atención aquellas actitudes dedicadas a buscar fórmulas de asentimiento –más allá de la confrontación por la confrontación- y de aceptación de la parte de verdad que siempre hay en “el otro”. Esta es, a mi juicio, la esencia de la confluencia en el bien común.

 

Y esta ha sido, a mi entender, la peripecia vital de un personaje de la talla del hombre que, desde sus raíces cristianas - hablaba públicamente de sus sentimientos religiosos y de su catolicismo- llegó a ser  un referente del socialismo de nuestra joven democracia. Lo conocía desde tiempos de “Cuadernos para el Dialogo”, que fundó en 1963 bajo la dirección del mentor de la socialdemocracia, el giennense Joaquín Ruiz-Jiménez, y desde la transición desempeñó –siempre con un talante abierto- el titulo de padre de la Constitución, Presidente del Congreso de los Diputados, profesor universitario y hombre de bien.

 

Como coautor de la Carta Magna entendió que la Constitución de la democracia debía ser fruto de un “consenso nacional” y se empeñó en buscar el punto de encuentro, a través de una red de vínculos personales (como los que tuvo con el referente de la derecha, Fraga) para alcanzar el acuerdo posible. Toda la Constitución lleva su huella ideológica, de socialdemócrata fiel al ideario del humanismo cristiano que amasó en su juventud. En su faceta de Diputado y Presidente del Congreso incidió en un estilo muy personal y a la vez plural con extremado respeto de los derechos de la oposición y de las minorías parlamentarias. Y como catedrático y pensador tiene en su haber la creación de la Universidad de Carlos III,  academia que ha servido de referencia y auténtico revulsivo para la vida universitaria de nuestro país. Por lo demás, siempre fue un político amante de la verdad lo que le llevó a ser crítico con el que fuera su propio partido y con la jerarquía eclesiástica, a fuer de intelectual independiente, capaz de discrepar para construir, con rechazo absoluto de lo que entendía injusto o inaceptable, pero siempre con una disposición filosófica de aceptación y ferviente partidario de la concordia. En su vida personal era hombre de vida espartana, amigo de la calidad por encima de la cantidad y aficionado al dominó y al Real Madrid. Pero, por encima de estas afinidades, me gustaría resaltar la coincidencia en su idea de la necesidad, a pesar del riesgo, del pacto.

 

En momentos de tanta gravedad como los que atraviesa España, bien sería necesario que los implicados en la cosa pública se mirasen en este espejo. Esta crisis económica y  -sobre todo- de ideas y convicciones,  unida a la indestructible corrupción que lo arrasa todo, nos deja a diario muestras que traslucen el desánimo y el escepticismo: la prensa gráfica ha dejado constancia de un Rajoy, melancólico y mohíno, en el extremo del banco azul sin nadie que lo arrope, reflejo de la soledad en mayoría que le caracteriza y que -sin que sirva de premonición- me recuerda a una calcada imagen de Adolfo Suárez en los días anteriores a su dimisión, en los que era prisionero de todos los estamentos que le rodeaban y atacaban inmisericordes. Por si la analogía no cuadrase, no hay más que escuchar el diálogo de sordos que nos rodea, donde todo lo escudamos en la herencia recibida y en el mutuo reproche sin solución de continuidad.  Peces-Barba, por el contrario, era un enemigo declarado de la radicalidad –que sólo conduce al caos-  y un entusiasta amigo de reconocer el mérito ajeno.

 

Bueno sería asentarse en estos fundamentos para intentar salir juntos del actual deterioro de la vida democrática española que erosiona la confianza en nosotros mismos como país, sin un horizonte de dignidad colectiva. Volver los ojos –y en especial la voluntad- a actitudes de conciliación, respeto y dialogo que eran lugares comunes en la trayectoria de Gregorio Peces-Barba, pudiera devolvernos parte de nuestra identidad y la fe en la política como arte de gobernar y lugar del discurrir ciudadano