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De la silenciosa soledad PDF Imprimir E-mail
Escrito por Salvador   
Lunes, 03 de Septiembre de 2012 07:53

 

Este artículo, publicado con tantos otros en el diario regional "IDEAL" es, en el fondo, un pequeño homenaje a Gaucín, nuestro pueblo.

 

 

Este es el primer lunes de un septiembre que anuncia el fin del verano y, sin necesidad de hacer un mínimo balance de estos días vacacionales, es el momento para dejar constancia de cómo han trascurrido, porque lo importante es que podemos contarlo ¡y ya es bastante! En nuestro entorno habrá que lamentar algún que otro contratiempo más  o menos doloroso, alguna enfermedad e, incluso, alguna pérdida irreparable. Todo ello es la esencia de esta vida y ha de aceptarse en el ejercicio de los valores que nos sustentan. Pero, por lo demás, estos días han transcurrido con relativa tranquilidad, hemos podido hacer algunos escarceos no usuales y, en ocasiones, habremos disfrutado de momentos y acontecimientos que recordaremos con agrado porque, en definitiva, estamos felices por lo que hemos dejado y por lo que nos espera, cualquiera que sea nuestra edad o condición.

 

Lo único a lamentar es el no haber podido escapar de la zafiedad en la manera de hacer la política al uso, ni –a niveles un poco más cercanos, pero no menos lacerantes- la contemplación ramplona y mimética de tantos niños, jóvenes, mayores y hasta ancianos jugando o, por mejor decir, macerándose los dedos y el sentido común delante de esas horripilantes pantallitas de teléfonos, iphones, tabletas y demás artilugios del diablo, repitiendo o mandando mensajes, wsaps y toda clase de comunicaciones e improperios -última moda de la estulticia- que pululan por nuestros maltrechos cerebros.

 

A pesar de ello, en estos días veraniegos me ha sido posible escapar de tanta insulsez y, envuelto por el paisaje y la esencia de mi pueblo, me ha sido permitido abrazarme en el embrujo del azul intenso de su cielo y -sobre la soledad de las rocas en que se asienta el Castillo que vio morir a Guzmán el Bueno- contemplar el vuelo silencioso de las águilas -con sus alas puntiagudas, de plumas pardas y oscuras, y sus patas en balanceo desganado-  huyendo de su extinción amenazante y cruel. He tolerado los últimos sofocos del verano hasta ver dormirse los postreros rayos del sol allá a lo lejos mientras, entre mares, recortaban los bordes del Peñón de Gibraltar. Y, en la noche silenciosa, la luz  de la luna ha resaltado la belleza negra de las montañas,  hasta musitar -como cantaba Francis, el poeta amigo- “noche de plata / en un callejón blanco / risas de mujer”.

 

No, no son simples divagaciones poéticas. Es la pura realidad a la que uno puede asomarse cuando deja fluir el silencio que te abre a la verdadera comunicación y sirve de pausa reflexiva para ayudar a valorar el mensaje que siempre está por venir. Experiencia que nos pone  en contacto con nosotros mismos  -lejos de la aglomeración de personas y sucesos que de continuo se amontonan confusamente en nuestro derredor-,  nos ayuda a la quietud -consuelo del corazón- y nos proporciona espacios de sosiego para la meditación.

 

Es el tiempo en que desaparece el griterío para desembocar en el silencio, sin espacios para el miedo ya que como nos decía Neruda “porque pido silencio /

no crean que voy a morirme: / me pasa todo lo contrario: / sucede que voy a vivirme”.  Y, al derribar las murallas de la palabra y habitar el silencio, la palabra va siempre con nosotros aunque callemos o sobre todo cuando callamos. Es como el lapso que se nos ha ido en nuestros pueblos. Y, entonces, cobran sentido las casas blancas y las tertulias en sus puertas, los gritos de los niños y las sillas de anea, las argollas en las paredes a la espera de las ausentes caballerías y las mujeres moras tras las persianas de armazón de juncos. Y, a lo lejos, en el sosiego y la soledad, en el amanecer de la noche oímos las voces del silencio como si se tratara del rumor de las encinas que parecen moverse al brillar de la luna.

 

Dejo atrás con gozo este trozo de soledad pues, como recordaba María Zambrano, únicamente  en ella se siente la sed de la verdad y es consolador saber –como nos dijera Juan Ramón- que en la soledad no se encuentra más que lo que a la soledad se lleva. Como este sol y estas hierbecillas mojadas de rocío de mi Gaucín, este musgo verde y parduzco de nuestras existencias, estas penas que bajan para remansar el azud del río y bañar en sus aguas frías los dolores del alma.  Me queda el consuelo de pensar que, a pesar de todo, la esperanza florece

en los pequeños guijarros del camino, mientras los buitres leonados planean en el cielo infinito y una leve golondrina se acerca a mi corona de espinas. El sol sigue cada día besando las montañas y, sin puntualidad aparente, se esconde por el horizonte mar -en blanco, azul, rojizo o malva- a su capricho.