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Una utopía posible PDF Imprimir E-mail
Escrito por Salvador   
Lunes, 08 de Octubre de 2012 19:49

 

Me van a permitir un -por así llamarlo-  artículo “sabático”, esto es, de descanso. Al igual que el séptimo año, en que los hebreos dejaban descansar sus tierras, viñas y olivares; o a semejanza del más académico año sabático, el de licencia con sueldo que algunas instituciones docentes e investigadoras conceden a su personal cada cierto tiempo. Me voy a dar el lujo –y ustedes se van a ver obligados a soportarlo- de dejar por una semana, al menos, de hablar de política y sus ramplonerías –y miren que el patio está que arde con los catalanes, las comunidades autónomas, los presupuestos y sus secuelas- para adentrarme por unos minutos en algo que merece un espacio de sosiego y reflexión, venga a tiempo o a destiempo. Una cavilación, en primer lugar para interrogarme a mí mismo, pero sin demora para alentar a los que me rodean y, muy especialmente, a los que no comulgan –en su dignidad y libertad- con mis creencias.

Estamos a tiempo porque ayer, día siete, dio comienzo el Sínodo de los Obispos bajo el lema de la nueva evangelización. Y no hay destiempo para percibir cuan necesitado estamos de asumir seriamente y lanzar de nuevo aquella invitación que germinó en el Concilio Vaticano II  y que, muy a pesar, parece se está diluyendo como un brebaje edulcorado entre pompas y griteríos excesivos. Siempre me gusta recordar aquella frase de R. Tagore: los cristianos se parecen a un guijarro sumergido largo tiempo en un estanque, al partirlo constatamos que no se ha impregnando en nada del agua: este es el gran escándalo de los cristianos. A nivel comunitario y a nivel personal.

 

Parece ser que sobran iglesias y muchos dicen no creer en los curas…. Lo constato con demasiada frecuencia: sin ir más lejos, en la última misa dominical en la Catedral no estábamos más de cuarenta fieles y, fuera del recinto eclesial, es deprimente la dejadez de la juventud y laicos en general, apartados real y físicamente de los atrios. Son diversas las maneras que tiene el hombre para demonizarse que se traducen en apostasías reales y modos varios de descreimiento, todo lo cual sólo conducen a una desesperanza inane. Yo comprendo a los que no creen en los curas –porque yo tampoco creo en ellos- pero ello no me exime de buscar una salida a este desafío.

 

Lo que sucede es que –como puso de relieve el recién fallecido Cardenal Martini, presidente de la C. para la Doctrina de la Fe-  “la Iglesia es una institución que está cansada, su cultura ha envejecido, las iglesias son grandes y están vacías, el aparato burocrático crece y nuestros ritos y vestidos son pomposos”. En su libro “Coloquios nocturnos en Jerusalén” se lamenta: hubo un tiempo en que soñaba con la Iglesia que avanzaba por su camino, en la pobreza y la humildad, que no dependía del poder de este mundo, que se abría a quien era capaz de pensar más abierto… soñaba con una iglesia joven que diera ánimos en especial a los que se sienten pequeños o pecadores. “Ya no tengo esos sueños, he decidido rezar por ella”. Por lo demás, escasean los cristianos que exploren en comunión ecuménica lo que significa hacer justicia, amar la misericordia y caminar humildemente, cuando el camino hacia la liberación es inseparable del camino hacia la unidad. Por el contrario, una vez instalada en sus privilegios, la Iglesia ha derivado hacia posiciones de condena, sin esforzarse demasiado en reclamar políticas sociales de redistribución. Las últimas batallas –incluidas las manifestaciones callejeras contra el socialismo rampante- se han reducido actualmente a propagar lugares comunes, justificando incluso el entreguismo de la austeridad luterana y propugnando la resignación ante los desiguales recortes. Se llega al nivel más alto de alarma cuando la decadencia moral de la política ya no se percibe como una conducta dañina.

 

Y puesto que la fe cristiana no es sólo una doctrina, sino que es un encuentro real y personal, habría que bajar a nivel individual e intentar dar respuestas a las interpelaciones del mundo de hoy, porque más que predicar se exige dar testimonio de autenticidad y transparencia frente a las transformaciones sociales y culturales, que están profundamente modificando la percepción que el hombre tiene de sí mismo y del mundo, generando repercusiones también sobre su modo de creer en Dios. Hay que imaginar nuevos instrumentos y nuevas palabras para hacer audibles y comprensibles también en los nuevos desiertos la palabra de la fe, con  el coraje y las energías a favor de una nueva evangelización, que lleve a redescubrir la alegría de creer. Nos creemos buenos por ir a misa y frecuentar los sacramentos, pero el cristianismo no es sólo eso: la fe es importante si avanza con la caridad, sin la que no hay esperanza, no hay justicia. La injusticia es el pecado del mundo.

 

Es de esperar, pues, que la reflexión sinodal se interrogue sobre la capacidad para hacerse escuchar con el objetivo de toda evangelización, que no es otro que  la realización de este encuentro, al mismo tiempo íntimo y personal, público y comunitario. Estar presentes, estar a la escucha, dejar resonar las palabras del otro. Por la caridad la gente despierta, ve el sufrimiento de otras personas, y aprende a abrir el corazón, a comprender que la vida vale, sobre todo, por los valores que exigen entrega.

 

Quizá sólo me quede, a titulo personal, dejarme mojar la oreja como cuando niño; levantarme de nuevo como Pablo desde el suelo de las exigencias del mundo; dejar que griten sin hacer caso a las voces de mis obscenidades. No ser piedra de escándalo: empaparme como el guijarro en el río, levantarme y ayudar a otros a levantarse, tender manos a los pobres y desvalidos, aceptar al que no cree en mis credos, ayudar a los clérigos a bajar del altar para que nos hablen con palabras creíbles…

 

Buscar una utopía… y encontrarla, sería posible