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Escrito por Salvador   
Lunes, 28 de Enero de 2013 00:05

 

Hoy voy a saltarme a la torera todas las normas para que un artículo periodístico sea atractivo y enganche al lector. Sencillamente, voy a escribir de algo que a nadie interesa, salvo a mí. Como es sabido, escuchamos la radio, vemos la televisión y leemos el periódico que más nos gusta y que es, precisamente, el que piensa como nosotros. Siempre leemos, vemos o escuchamos lo que nos interesa porque, justamente, encontramos lo que queremos que nos digan. Por ello, sospecho –y lo siento por mis lectores-  que este lunes nadie va a encontrar en estas líneas algo que le pueda concernir.

Por lo pronto, no voy a escribir sobre lo que desean los lectores de derechas –se llaman a si mismos demócratas y liberales-  lo que me impedirá sentir conmiseración alguna por un jefe del Ejecutivo que se enfrenta a retos que ningún otro político ha tenido que afrontar, debido a la crisis económica, al envite soberanista catalán y, por si fuera poco, al olor a podredumbre que desprenden, no sólo las cloacas, sino lo más florido de la clase política. Como mucho, podría mostrar mi satisfacción por la gallarda actitud del Sr. Montoro ante el acoso inmisericorde de la oposición y su acertada respuesta al considerar ruin e impertinentes las preguntas que se le hicieron sobre el Sr. Barcenas y la amnistía fiscal ¡como sí él tuviera que ir al Congreso a contestar cuestiones intrascendentes! Y tampoco voy a darle gusto al lector izquierdoso –ellos se llaman demócratas y progresistas- porque no es momento- aunque lo parezca- de alegrar sus oídos con las corrupciones que asolan al PP cuando, en su propia Fundación de Ideas se cobran sobresueldos por interesantísimos artículos que a nadie interesan. Tampoco es plato de buen gusto saber que su techo electoral se empantana en los sondeos  y que el líder mantiene el rechazo ciudadano y, según las encuestas, ni tan siquiera el ochenta por ciento de sus votantes confían en él.

Por supuesto, no me atrevo a plantear cuestiones sin salida, ni voy a dar pábulo a los se dicen bien pensantes y hombres de consenso que -me da la impresión- coincide con la gran mayoría de los encuestados por el CIS y que creen, por ejemplo, que existe impunidad casi absoluta para los implicados en la corrupción imperante, lo que sólo se arreglaría con una posición intransigente de los ciudadanos a la hora de ir a votar. Ni me referiré a esa mayoría abrumadora que es muy crítica con los partidos -que miran por sus intereses y problemas y no los de la sociedad y que crean más problemas de los que resuelven-  ni a los que les exigen un gran pacto nacional para hacer frente a la crisis económica, por cuanto que se sienten los pactos como debilidad y no como fortaleza.

 

Me voy a limitar, y ustedes me perdonen el atrevimiento, a hacerles partícipes de dos acontecimientos que me han concernido personalmente en estos días, bien que sean de signo contrario –uno de tristeza y otro de gozo- como es de predicar de esta vida nuestra, tan compleja y contradictoria…

 

Días pasados, murió un amigo –de esos que consideramos escasos por sinceros-, muerte que se presentó, cuando uno cree que nunca va a llegar, como algo que te produce la misma lacerante impresión de lo que se ha consumado, mientras, impotentes de palabras, le mirábamos con los ojos llenos de vocablos imposibles de decir. En esta hora desgraciada de su desaparición -¿o es, quizá, gozosa para los bienaventurados?-, es de justicia recordar  su amabilidad interminable, su cariño inagotable por al familia, su amor permanente a la tierra –Granada y Jaén- donde nació y la que la acogió. Impulsos  que se ahogan en la estúpida circunstancia que le ha impedido descender la escalera de una vejez briosa.

 

Mas recientemente y por contraste, he celebrado con alegría y salud –lo que ya es bastante- las bodas de oro de mi matrimonio. El pasado día 25 se han cumplido cincuenta años desde que, una mañana lluviosa pero radiante e ilusionada, nos dimos el tembloroso si. No es una sensiblería y os confieso que me siento como asombrado al llegar a esta efeméride, con lo fácil que es en estos tiempos cansarse, hastiarse y romper amarras Qué pena pensar que si nos hubiésemos casado en estos tiempos, podríamos haber celebrado por todo lo alto nuestra boda en el Parador Nacional, a bombo y platillo, mientras que aquel día lo que celebramos fue una Misa en la parroquia pobre de nuestro pueblo. Sólo –y nada menos- obsequiamos a nuestros familiares y amigos con unos bizcochos y unos roscos de almendras típicos de mi pueblo -todos amorosamente elaborados días antes de la boda por nuestros familiares mas allegados- y, eso sí, regados con coñac Terry, Anís Andresín e, incluso, Ponche Caballero. A media mañana, un compañero y amigo nos llevó en su coche (creo que era un Gordini) a Ronda donde nos invitaron a almorzar, para coger lo que entonces llamábamos la “cochinita” con dirección a Granada, donde llegamos a los nueve de la noche. Después… bueno, esos son otros López que os contaré algún día.

 

La verdad es que, dejando aparte lo que de egolátrico pudiera tener el relato, es que mereció la pena emprender aquel viaje que va camino del atardecer de la vida. Un viaje lleno de retrasos y acelerones, con su altos y bajos, sus horas buenas y otras menos malas, de guerras y paces, que se han pasado como si nada. Pero, en todo caso, en un horizonte de lealtad, sin iras ni soberbias, con generosidad y gratuidad, con un futuro lleno de paciencia y comprensión. Como una promesa cumplida hasta el final.

 

Perdonen el desahogo y confío en que, como en las bodas de Caná, sepamos disfrutar de la reserva del buen vino hasta el final de nuestras días.