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Son sus barzos PDF Imprimir E-mail
Escrito por Salvador   
Miércoles, 27 de Marzo de 2013 18:29

 

 

NOTA.- Apareció el lunes, 25, en IDEAL. Hasta ahora no he solucionado los problemas. Disculpad.

Lo primero que me intrigó del nuevo Papa –al tiempo que me conquistó- no fueron todos esos signos o premoniciones que se han puesto de relieve en los primeros días de Francisco (qué extraño me resulta llamarle así, tan a la pata la llana, sin tan siquiera un ordinal para distinguirlo de otro predecesor). Con ser interesante, no me llamó la atención que apareciera en el balcón sin atributos externos, vestido nada más que de blanco, sin la estola bordada ni la muceta roja, con una sencilla cruz de metal al pecho, calzando sus zapatos gastados en vez de los tradicionales mocasines rojos; ni que abonara su cuenta en el convento o que al salir de la Iglesia de Santa Ana saludase a cada uno de los fieles; ni que volviera de la Basílica en el mismo autobús que el resto de los cardenales, ni que hubiese usado el metro para desplazarse o besase en la mejilla a quien hasta ahora no quería ni verlo;  ni que… tanta y tantas anécdotas como es normal airear para poner de relieve lo que cada uno entiende por personalidad del nuevo Pontífice

Me llamó la atención, desde el inicio, la expresión de sus manos y sus brazos…

No como Pío con sus bendiciones erectas urbi et orbi; ni como Pablo bendiciendo hierático con los dedos desde su silla papal; ni como Juan Pablo buscando el suelo al salir de los aviones que le llevaron por medio mundo; ni como Benedicto que saludó a los fieles en su proclamación como un vencedor con los brazos levantados. Ni tan siquiera como Juan con sus brazos abiertos a la paz y a la bondad…

 

Los que me llamaron la atención,  fueron  sus manos y sus brazos, lánguidos y avergonzados como brotes de humildad y servicio,  porque parecían como si no comprendiese qué hacía allí toda aquella gente gritando y agitando banderas, cuando él se conforma con saludar con un simple “buenos días” a la multitud de peregrinos, a la que terminó deseando “buen domingo y buena comida”. Fueron sus manos casi inertes avizorando la soledad que le espera, preparadas para repeler la estupidez y la mediocridad de algunos, o la doblez, la hipocresía y la cobardía de otros. Y, sobre todo, sus brazos exangües como abrumados por la responsabilidad que, a partir de ahora, debían soportar, al tiempo que preparados para la acción que le espera en su lucha contra los poderosos -quizá los que no lo han votado y probablemente formen parte de la Curia- cuando la meta de Francisco no son las estructuras del poder y del dinero, ni el integrismo y los grupos eclesiales,  sino que es la de una Iglesia pobre y para los pobres. Porque, como aclaró sin tapujos al recibir el anillo del Pescador, símbolo del poder del Pontífice –ya sólo de plata dorada y sin cambiar su viejo lema bonaerense-,  este poder consiste en servir a los demás, en cuidar “de los más pobres, de los más débiles, de los más pequeños, de quien tiene hambre, sed, es extranjero, está enfermo o en la cárcel”. Toda vez que -y a ello ha invitado a creyentes y no creyentes- “no debemos tener miedo de la bondad ni de la ternura. El odio, la envidia y la soberbia ensucian la vida”. Y al reconocer su poder como Pontífice  lo recondujo a “poner sus ojos en el servicio humilde, concreto, rico de fe de San José y, como él, abrir los brazos para custodiar a todo el pueblo de Dios y acoger con ternura y afecto a toda la humanidad”.

 

Fueron  sus brazos, caídos sobre el cuerpo pero prontos y disponibles para la acogida y el perdón, como los del padre que recibe al hijo pródigo -olvidando el castigo y el dogmatismo- y lo acoge con comprensión. Me recordó el cuadro “El regreso del hijo pródigo” de Rembrandt, cuyo esencia está en el gesto sencillo de sus manos: la izquierda se apoya con firmeza y mayor vigor sobre el hombro del que regresa y la mano derecha lo hace con delicadeza.  Francisco nos invitaba a imitar a Jesús, “del que no escuchamos palabras de desprecio, ni de condena, sino solo palabras de amor, de misericordia, que invitan a la conversión”. “Dios no se cansa de perdonar -repetía una y otra vez en su primer ángelus- y con misericordia el mundo se vuelve menos frío y más justo”. Eran sus brazos abiertos al mundo en la plaza de san Pedro, en su primera bendición urbi et orbi, reflejo de esa misericordia que nos solicitaba…

 

Fueron sus brazos alertas para el balanceo como los del que inicia su camino. Sería impensable para un hombre que emprende un peregrinaje y se propone caminar (fueron sus primeras palabras en la Misa de acción de gracias), el marchar con las manos cruzadas y los brazos entrelazados sobre el corazón entristecido. El atleta que inicia la carrera, tiene los brazos libres de ataduras y las manos abiertas hacia delante para llegar a la meta. Como la que él pretende alcanzar: caminar, a pesar y por encima de las caídas; levantarse, después de ellas, coger la cruz,  cada uno la suya, y caminar.

 

Así de sencillo, así de simple. Como el nuevo Papa, a quien los cardenales habían ido a buscar al fin  del mundo –según sus propias palabras- para ejercer de Francisco, el amigo de los pobres y desvalidos, para quienes la esperanza creo entrever que está en los brazos y las manos abiertas de este hombre humilde y abierto que supo dirigirse a los poderos de este mundo con estas palabras: “seamos custodios de la creación, del designio de Dios inscrito en la naturaleza, guardianes del otro, del medio ambiente; no dejemos que los signos de destrucción y de muerte acompañen el camino de este mundo nuestro”.

 

 

Sencillez, humildad, misericordia, disponibilidad para la acogida y la custodia,  actitud decidida de caminar… todo ello en un horizonte de esperanza. Este es el coherente discurso pastoral de un hombre de acción.