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Escrito por Salvador   
Lunes, 20 de Mayo de 2013 18:40

La otra mañana pegué la hebra con un señor al que veo todos los días, cuando vuelvo de mi baño terapéutico, apoyado en el quicio de su puerta –y no de la mancebía, pues me contó que había cumplido ya los ochenta y seis años- y, casi de entrada y sin más presentaciones, incidimos en el renuente tema de la crisis que padecemos. Comentábamos la situación de una panadería cercana que había echado su persiana metálica dentro de la imparable carrera del cierre de establecimientos menores de esos que abundaban en nuestros barrios.

Y me sorprendió la vehemencia con que se quejaba de las penurias que se palpaban en el cotidiano discurrir del barrio. Recordaba los años de su infancia, previos a la guerra civil, y me aseguraba que aquellas carencias y las continuas discordias entre los partidos políticos de entonces –que desembocaron en el conflicto fraticida- era posible que volvieran a darse en nuestras circunstancias. Ante mi incredulidad, me insistía en esta posibilidad, aunque yo le quisiera hacer ver que las desigualdades tan acusadas de aquellos tiempos, no podían parangonarse con las evidentes carencias y las lacerantes muestras de pobreza en nuestra sociedad. Después de constatar el extraño fenómeno de que, pese a la cacareada crisis, los bares siempre estuvieran llenos de clientes y en los estancos no cesaba el chorreo de cajetillas a 4.65 euros (775 pesetas de las de antes), me espetó con toda seriedad: “mientras no nos salgamos del euro, esto no tiene arreglo”.

 

Después de cuatro banalidades de rigor, seguí mi camino pero no fui capaz de quitarme de la cabeza el dilema que me había planteado mi nuevo amigo. Ser o no ser europeo ya que, a la postre, el euro –y no ninguna otra identidad- es lo que nos mantiene unidos a los restantes miembros de la UE. O a casi todos, pues algunos de sus miembros no  han adoptado la moneda única. Y pensé en que la cuestión no es tan baladí, pues Estados como Suecia o el Reino Unido –aquí, incluso, se planteaban salir de la Unión- seguían con sus monedas y no estaban sujetos a los vaivenes que nosotros soportábamos. Es más, sesudos estudiosos ponen sobre el tapete la existencia del euro como moneda “única” y hoy leo que cinco premios Nobel de Economía consideran que España e Italia no podrán llevar a cabo las reformas exigidas, lo que hará que todo el dispositivo de la moneda única se disgregará. Las divergencias iniciales entre el superávit de los países del Norte y el déficit de los del Sur, se han agrandado y la política de austeridad que se exige a éstos amenaza la cohesión social.

 

Es por ello que –en curiosa coincidencia con la disyuntiva de mi amigo- los propios economistas alemanes mantienen que hay que considerar la “salida organizada” de los países del sur y la constitución de un núcleo duro con cinco o seis Estados del norte  dentro del euro actual. Este es, pues, el nuevo debate, que pone de relieve que lo que está en juego es la propia pervivencia de la UE. Con independencia de que las medidas liberalizadoras sin fin, la mayor flexibilidad del mercado laboral y la continuada  privatización, podría conducirnos –por la prolongada puesta en marcha de una Europa a dos velocidades, la de los ricos y la de los pobres-  a una ruptura social, como también temía mi nuevo interlocutor. Lo que sería de todo punto indeseable.

 

Estamos, como en tantas otras cosas, ante un dilema que, aunque no lo parezca, nos preocupa. Y que, aunque no queramos, habrá que intentar solucionar. No cabe pasar de largo como si la cosa no fuera con nosotros, ni como si no nos interesara. Europa interesa, sí o sí, como suele decirse ahora. La política es algo más que votar cada cuatro años para  evitar el distanciamiento entre la vida corriente y la política que nos imponen. Debe ser algo así como un aldabonazo para despertar sensibilidades, incluso para vencer resistencias y encauzar  inquietudes como los movimientos ciudadanos (15M, la plataforma Desahucios, redes sociales…). Entre otras cosas, para que nos no pase como temía Manuel Alcántara, que se preguntaba ayer mismo, con esa elegancia con la que sólo él escribe: “¿qué podemos pedir para que se nos de por un sitio que no sea el de siempre cuando una nación va de culo?”.

 

A veces pienso que los itinerarios que recorremos políticamente (elecciones cuatrienales, mayorías-minorías-consensos, promesas incumplidas…) son, aparte de demasiado angostos, finalmente frustrantes. Y, aunque reclamemos la aparición de nuevas voces, no deberían ser las de un ventrílocuo que juega con nosotros como con sus muñecos. Deben ser caminos nuevos, con un trazado diferente, aunque discurran por terrenos inexplorados hasta el momento, balbucientes e incluso irreverentes. En todo caso, conducentes a cauces democráticos y reales.