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La vuelta a Meribá PDF Imprimir E-mail
Escrito por Salvador   
Lunes, 31 de Marzo de 2014 12:51

 

El pasado domingo, en que falleció el adalid de la concordia y el consenso, recordé –por contraste- el Salmos 95, 8:  "No endurezcan sus corazones como en Meribá, como en el día de Masa en el desierto”, que coincide con el pasaje del Éxodo (Éx 17:1-7) que relata donde acamparon los israelitas en el desierto y cómo Jehová suministró agua de manera milagrosa cuando Moisés golpeó la roca con su vara “Y puso por nombre a aquel lugar Masá y  Meribá”, nombres que recordaban que Israel disputó con Moisés y puso a prueba a Dios debido a la falta de agua.. Estas referencias me hicieron pensar de inmediato en aquellos enfrentamientos entre las dos Españas y la tentación de dudar de que la reconciliación era posible, tarea en la que se esforzó Adolfo Suárez.

La falta de confianza –antes y después de detentar el poder- y las disputas y enfrentamientos que encontró en todo momento y en todos los frentes, fueron el Masá y el Meribá del primer Presidente de Gobierno de nuestra democracias. Hasta que su muerte nos ha ofrecido la insólita y sospechosa unanimidad en reconocer sus méritos. Claro es que, estamos en el momento de las alabanzas, del que ha de abominarse, según el dicho popular. Ahora están los oportunistas de las honras fúnebres, los que elogian el consenso y la concordia que a diario atacaron y que ahora fomentan la división entre españoles auténticos y espurios, los fariseos de derechas y le izquierdas que lo tachaban de traidor y de tahúr.

 

Por ello –y aunque ya esté todo dicho- me voy a permitir Intentar volver al  espacio tenebroso del particular Meribá que le tocó recorrer y cual fue el báculo que utilizó para hacer brotar el agua reparadora de la sed que tenía el pueblo español, recién salido de la época franquista.

 

Nadie puede negar que se enfrentó a la tarea política más delicada de cuantas se han emprendido en la España democrática de nuestros días. La transición, que ahora nos parece algo natural, fue una decisión trascendental que, desde el inicio, se enfrentaba  a la diabólica disyuntiva ruptura/reforma. Ahora lo vemos con cierta perspectiva, pero en aquellos momentos resultaba dramático decidirse por la ruptura total con el régimen anterior, como preconizaban las fuerzas de izquierda, o por la reforma del sistema establecido, con la esperanza lampedusiana de que todo cambie para que todo siga igual. El dilema lo resolvió  nuestro hombre como hacen los hombres: con los atributos en su sitio, con una valentía y decisión que hoy serian de desear en la clase política.

 

A mi juicio, aparte de ser hombre de dialogo y de consenso, fue, sobre todo y por encima de todo, un hombre decidido que, en apenas dos años y tras superar los mayores obstáculos, dio colofón a la tarea que se había propuesto: restaurar la democracia parlamentaria a través de un estado social y de derecho, como quedó plasmado en la Constitución.

 

Cuando el Rey le nombró Presidente –“error, inmenso error”, vaticinó el vocero del antiguo régimen, Ricardo de la Cierva-  la sociedad española vivía al límite, con una inflación galopante, el paro creciente, la clase política expectante ante la inanición de Arias y la necesidad de cambio que se palpaba, el terrorismo de todo tipo (ETA, GRAPO, ultras y fascistas) acosando inmisericorde, la vieja guardia franquista activa…

 

Suárez fue un político único -y solitario- que se fajó en todos los frentes imaginables desde el inicio. Intentó combatir la crisis económica rampante, rayana en la angustia nacional, mediante los Pactos de la Moncloa, aparte de llevar a cabo el primer ensayo de redistribución de las cargas (impuestos sobre la renta y de sociedades),  lo que le enfrentó a los poderosos que le tildaron de rojo. Retó a los próceres del régimen franquista, a los que convenció para el haraquiri, lo que le granjeó su desprecio. Tuvo enfrente a la cúpula de la Iglesia con la ley del divorcio, por lo que lo tildaron de hereje. El estamento militar no cesó de acusarle de mentiroso y traidor y de conspirar contra él. La oposición fue extremadamente incisiva. Para colmo, ahí quedaron las numerosas intrigas que sus propios compañeros de partido tejieron contra él. Muchos de los que hoy le lloran contribuyeron a su defenestración.

 

Frente a estos escollos, llevó a cabo (“puedo prometer y prometo”), con su audacia característica, la política de lo posible, intentando desdramatizar la vida pública y haciendo normal en ella lo que era normal en la calle. Este fue su  instinto básico: saber oír lo que de la calle venía. Y su modus operandi, el resolver sin circunloquios los problemas, con coraje y arrojo sin límites, no exentos de la debida prudencia. Es verdad que escuchó, dialogó, llegó a compromisos, pero actuó con valentía y decisión, sin esperar a ver pasar el cadáver de su enemigo, sólo con las miras puestas en el interés general y dejando a un lado los intereses partidistas y, por supuesto, personales y de poder. Era contrario a la resistencia pasiva, a la paciencia como forma de resignación y no aceptó retardar la solución que el problema exigía para evitar los riesgos de la inacción. Aunque el diálogo y el consenso exigieran cambios, a veces radicales,  los acometió sin miedos. Y eso, supo hacerlo Suárez en todos los momentos de su vida que lo exigieron. Y no fue el de mayor riesgo aquel en que hizo patente ante los españoles la dignidad de mantenerse en pié ante los golpistas.

 

Creo que esto es lo que ha hecho concitar el unánime elogio a su figura, a la hora de su muerte. La gente echa de menos hombres de su talla. Me parece que estamos temiendo volver a Meribá: llenar la política de dudas y enfrentamientos. Creo también que, más que nunca, se necesita lo que él tuvo: valentía para la decisión política, sin dejar inútilmente pasar el tiempo, cogiendo el toro por los cuernos y después de prepararlo, darle una estocada de muerte a la política de la corrupción y el chanchullo, a la prepotencia de los partidos, a la ineficacia de sindicatos y patronal para resolver el problema del empleo, a la banca –y, hoy mismo, el montaje de las autopistas- para que apechuguen con sus errores… Ahora, todo se intenta solucionar judicializando la política, residenciando en los juzgados, y en último término en el Constitucional, los problemas que sólo deben arreglarse mediante el dialogo y el consenso político. Nada más erróneo: como ha dicho esta misma semana el TC, al resolver el tema del soberanismo catalán: “Los poderes públicos y muy especialmente los poderes territoriales que conforman nuestro Estado autonómico son quienes están llamados a resolver, mediante el diálogo y la cooperación, los problemas que se desenvuelven en ese ámbito”,

 

¡Como no echar de menos a Suárez!