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La realidad maleable PDF Imprimir E-mail
Escrito por Salvador   
Domingo, 04 de Mayo de 2014 23:11

 

Los discursos y las promesas de los políticos (en períodos electorales o en cualquier tiempo) son como el papel: todo lo soportan. Recuerdo que, en mis tiempos mozos –cuando me dedicaba al ejercicio de mi profesión y casi destacaba en el difícil campo del Derecho Urbanístico- me admiraba comprobar como el papel –los planos urbanísticos- lo admitía todo, sin un solo gesto de repudio: los límites de los suelos urbanos, urbanizables y no urbanizables se trazaban por donde quería el cliente; colocabas un sistema general o un   equipamiento  particular donde creías mas conveniente; establecías el sistema de ejecución que pudiera hacer más factible las apetencias de los promotores… y los planos lo aguantaban todo sin rechistar, eran dúctiles y maleables… hasta que te enfrentabas a la realidad.

La misma deriva encierra –para nuestra desgracia- el contenido de los programas de los partidos políticos y su posterior desarrollo. Atendiendo al deseo o a la conveniencia del momento, el político de turno traza con mano hábil y sandunguera los perfiles de lo conveniente o de los que desea el cliente crédulo y bobalicón. Pienso que pudiera ser el reflejo de la innata tendencia a la mentira que conlleva, en el ámbito de la cosa pública,  toda proyección de futuro. Mentira compulsiva, diría yo: cuando las mentiras son reiteradas permanentemente, puede que estemos ante un mitómano, es decir, una persona que miente casi compulsivamente.

Hemos podido comprobarlo en estos días, en derredor a la celebración del día del trabajador -¿o del parado?-, cuyo lema básico ha sido el de “sin empleo de calidad no hay recuperación”. Pues bien, el Gobierno ha sido sensible y  ha prometido crear 600.000 puestos de trabajo entre 2015 y 2016 pese a que tiene asumido que no recuperará los niveles de empleo que encontró cuando llegó al poder. Ello nos lleva a dudar de la eficacia de la promesa y a pensar que estamos ante una nueva muestra de mentira compulsiva, pues la tendencia a hacer manejable la realidad les viene de antiguo: desde el siguiente día al de la toma de posesión del nuevo Gobierno. A este concreto respecto, recordemos que en lo que llevamos de legislatura liberal se han destruido 1,2 millones de puestos de trabajo, según la recién publicada Encuesta de Población Activa, con el agravante de que el mercado laboral continúa destruyendo empleo en el primer trimestre.

El Ejecutivo prevé en su nuevo cuadro macroeconómico un periodo próximo de crecimiento moderado, acompañado de una reactivación del empleo, eso sí: sin especificar cuál sea la calidad de los nuevos puestos. Todo es simple especulación de futuro, lo que se conoce como un “exceso de diagnóstico”, no necesariamente unido a propuestas superadoras y realmente aplicables. Bien es verdad que son de alabar los avances que contribuyen al bienestar de la gente.  Sin embargo, no podemos olvidar que la mayoría de los hombres y mujeres de nuestro tiempo vive precariamente el día a día, con consecuencias funestas: el miedo y la desesperación se apoderan del corazón de numerosas personas, la alegría de vivir se apaga: Hay que luchar para vivir y, a menudo, para vivir con poca dignidad.

Estamos, en definitiva, como ha puesto de relieve la “Evangelii gaudium”, en la necesidad de decir «no a una economía de la exclusión y la inequidad». Hoy todo entra dentro del juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se come al más débil. Como consecuencia de esta situación, grandes masas de la población se ven excluidas y marginadas: sin trabajo, sin horizontes, sin salida. Se considera al ser humano en sí mismo como un bien de consumo, que se puede usar y luego tirar. Hemos dado inicio a la cultura del «descarte». Vamos más allá de la explotación y de la opresión: Los excluidos no son «explotados» sino desechos, «sobrantes». En este contexto, existe una confianza burda e ingenua en la bondad de quienes detentan el poder económico y en los mecanismos sacralizados del sistema económico imperante. Mientras tanto, los excluidos siguen esperando y en nosotros se ha desarrollado una globalización de la indiferencia, incapaces de compadecernos ante los clamores de los otros. La cultura del bienestar nos anestesia. La crisis mundial, que afecta a las finanzas y a la economía, pone de manifiesto sus desequilibrios y, sobre todo, la grave carencia de su orientación antropológica que reduce al ser humano a una sola de sus necesidades: el consumo. Mientras las ganancias de unos pocos crecen exponencialmente, las de la mayoría se quedan cada vez más lejos del bienestar de esa minoría feliz. Este desequilibrio proviene de ideologías que defienden la autonomía absoluta de los mercados y la especulación financiera. Además, la deuda y sus intereses crecen y a todo ello se añade una corrupción ramificada y una evasión fiscal egoísta, que han asumido dimensiones mundiales. El afán de poder y de tener no conoce límites.

Es por ello que, en estos momentos de excesivas euforias gubernamentales sobre una futura recuperación macroeconómica (las predicciones siempre tienen un colchón para traducirse en realidad de dos o tres años; eso si, renovable en cada oleada de optimismo), no estaría de más unirse a las peticiones –a ras de suelo, a nivel de economía doméstica- de los siempre denostados sindicatos: un trabajo digno, humanizado, acorde con la ética. En la manifestación central de Granada, los sindicatos andaluces han exigido modificar las políticas de empleo nacionales y europeas para fomentar un empleo de calidad como único camino para salir de la crisis. Para ello, es preciso relativizar el dinero y el poder, condenar la manipulación y la degradación de la persona. Como ha dicho Francisco, en su exhortación apostólica, la ética permite crear un equilibrio y un orden social más humano, por lo que exhorta a los políticos a dar una respuesta comprometida que esté fuera de las categorías del mercado: “¡El dinero debe servir y no gobernar! El Papa ama a todos, ricos y pobres, pero tiene la obligación, en nombre de Cristo, de recordar que los ricos deben ayudar a los pobres, respetarlos, promocionarlos. Os exhorto a la solidaridad desinteresada y a una vuelta de la economía y las finanzas a una ética en favor del ser humano”.

A ello estamos obligados.