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Un amigo se nos fue. PDF Imprimir E-mail
Escrito por administrador   
Viernes, 09 de Junio de 2006 17:35

Fernando se fue, dejándonos aturdidos por la inesperada marcha. Ayer hizo un mes que, casi sin avisarnos, cogió el atajo de la santidad, con la reserva, prudencia y circunspección que le eran características, pese a la llaneza y espontaneidad que siempre desplegaba en el trato y que traslucía su vitalidad sin límites. Nosotros, que habíamos sido guiados por él en su última peregrinación a los Santos Lugares —diecinueve veces he venido, nos decía orgulloso, y esta vez, me he quitado la espina de la última, en que hubo algún fallo—, nunca pudimos recelar que aquel cansancio que quería disimular, era expresión y consecuencia del traicionero infarto que le sorprendió, quizá subiendo por última vez la Vía Dolorosa. O trotando en aquellos desvencijados armatostes que nos llevaron a Petra, lugar al que, por cierto, visitaba por primera vez, según nos dijo, sin sospechar que también era la última. Debo confesar ahora que, sin que me diera plenamente cuenta de lo que estaba pasando, yo echaba de menos aquel don de expresarse con agudeza, ingenio y oportunidad, del que siempre había hecho gala en sus múltiples contactos con los variados colectivos que atendió, durante su dilatada vida de pastor y amigo.

Ni en los recoletos ámbitos de las cofradías semana santeras, la adoración nocturna o la Institución Teresiana, en donde su gracejo y franqueza eran compatibles con la profundidad de sus consejos, ya que, junto a la sensatez para formar juicio y el tacto para hablar u obrar, siempre dejaba aflorar su innata alegría; ni, por supuesto, en ámbitos propicios a la expansión y al jolgorio, como en los graderíos del Real Jaén, equipo de sus amores, o en los caminos luminosos que llevan al Rocío, en los que nunca dejaba de traslucir su alma abierta a los demás y su disponibilidad radiante. Por ello, aquel andar cansino, a veces taciturno, con que seguía el ligero caminar de los peregrinos, nos chocaba y era comentario entre nosotros, aunque lo achacábamos a bajadas de tensión por molestias superficiales o al cansancio de las altas cifras de glucosa. A mí, me venían muy bien sus deseos de no abandonar en ocasiones el autobús, porque —yo también iba tocado del ala— me servían de excusa para quedarme acompañándolo. Recuerdo que el penúltimo día del viaje, nos sentamos, en la afueras de Jerusalén, en la puerta de un café a tomar un refrigerio, mientras los demás subían la cuesta que lleva a la Iglesia de la Visitación. Me contó, con una alegría singular que le brillaba en los ojos, por encima de su aspecto agotado, los primeros años de ejercicio pastoral en su Jamilena natal y las sucesivas peripecias sacerdotales por los caminos que el Señor le había hecho recorrer.

Poco antes de marcharse, aún conservaba la misma ilusión de siempre: aquella con que le contó a Pilar (a la que llamó para interesarse por mí a la clínica donde me habían ingresado, a la mañana siguiente de que volviésemos del viaje) que él todavía no había ido a ver al médico, aparte de ser fiesta, porque —incorregible, amigo Fernando— tenía que preparar las cosas para salir con su Hermandad del Rocío a recorrer el camino, amén de que ya había que ultimar los preparativos de la próxima peregrinación para septiembre. Con esas ilusiones se nos fue. Y es que, no sólo de pan vive el hombre.