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Los nuevos difuntos PDF Imprimir E-mail
Escrito por administrador   
Viernes, 11 de Noviembre de 2005 19:22

Hace unos días hemos celebrado una costumbre tan jiennese como la del Día de Difuntos o el de Todos los Santos, en las que las familias se reunían para recordar a los que se fueron. Entrañables reuniones familiares que, cuando hace cuarenta años vine a estas tierras, me resultaban chocantes. Recuerdo que, en Valdepeñas de Jaén, las familias se reunían en torno al más viejo y en su casa celebraban con copiosas cenas este día. De mi niñez, evoco las cadenciosas campanas tocando a muerto, monaguillos de ocasión recogiendo de puerta en puerta boniatos y zamboas y membrillos, quizá castañas, bellotas y otros frutos de temporada y en el campanario hacíamos de mangas capirotes. Pero allí y aquí, la costumbre eran venerar a los difuntos, y el día uno eran interminable las visitas al camposanto. Las tumbas siempre han sido garantía de memoria y, por pura paradoja, la memoria, en los difuntos, es vida.

Sin embargo, ahora las costumbres han cambiado: hemos empezado a recordar unas historias que no son nuestras. Y celebramos ceremonias de druidas y otros ancestros nórdicos. La noche de Halloween se nos ha metido de ramplón y estamos dispuestos a mimetizar el mundillo del misterio y del pavor —o la pavura— de los anglosajones y nos prodigamos en los disfraces de monstruos, de personajes escalofriantes, o en los dulces macabros o las cenas con un menú de muerte, rematado con una calabaza-linterna, y nos despachamos con las postales para dar un susto simpático a los amiguetes. Si no acaba la cosa de otra forma porque parece que todo ha de terminar en esperpento carnavalesco. Oía en RNE sobre la once del miércoles, día dos, una crónica en la que unos colegiales nos contaban con gran alborozo y, sin ningún rubor, que convenientemente disfrazados, formaban una especie de tuna que iba de puerta en puerta, y cómo, a los que se las cerraban o no se las abrían con cualquier excusa, les arrojaban en las paredes una especie de mezcla pegajosa de harina y huevo, lo que les producía hilaridad. Ahora somos una sociedad amorfa, como el vidrio, que es una sustancia de esta naturaleza porque no es ni sólido ni líquido, sino que se halla en un estado vítreo en el que las unidades moleculares, aunque están dispuestas de forma desordenada, tienen suficiente cohesión para presentar rigidez mecánica, casi como el cemento. Es lo que se lleva. Pero, yo, qué quieren que les diga, soy un nostálgico y me acuerdo con cariño de las costumbres sencillas de nuestros pueblos. Todavía se me hace la boca agua recordando aquel voceo valdepeñero de los “taaaallos calientes”, prolongando infinitamente la primera a y reduciendo a lo ininteligible el calientes.

O aquello tan jaenero de “billotas durces como almendras, que cortan la diarrera como una navaja”. Prefiero, en todo caso, recordar a mis difuntos, aunque no soy partidario de las visitas al cementerio. Pienso en ellos con añoranza; no sólo en mis padres y familiares, sino en los amigos que se fueron, en los maestros de mi niñez y mi juventud. Siempre tengo un recuerdo cariñoso de ellos, y me los imagino —y sé que ha de ser así, en estricta justicia— dichosos, bienaventurados, en donde estén porque, de alguna forma, llegaron de la tribulación.