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Los desterrados PDF Imprimir E-mail
Escrito por administrador   
Viernes, 28 de Octubre de 2005 19:24

Desde Gaucín, mi pueblo, en los confines de la Europa opulenta, se divisa en la lejanía, pero con nitidez, como una uniforme franja azul y malva, tras Gibraltar, la costa africana, en la que el faro de Ceuta lanza sus destellos intermitentes, como una premonición de lo que nos está pasando. La pobreza, que es imparable, ahora viene disfrazada de avalancha de emigrantes a la espera de algo mejor que lo que no poseen; algo superior, aunque sea el sujetarse a las mafias que los traen o los controlan, el salario explotador, el hacinamiento o el correr con la manta ante la policía. Y esto es lo que nos está pasando. No es que lo estemos viendo en los medios de comunicación, ni es lo que nos estén contando los cooperantes sobre convoyes perdidos en los desiertos, con mujeres, niños o demandantes de asilo. No se trata de ver o escuchar, lo que, por otra parte, no nos importa en demasía. Se trata —o debería ser así— de comprender que todo ello nos pasa a nosotros, a los hombres de este mundo, y no a los negros subsaharianos.

Que lo sufrimos nosotros, seres humanos abandonados, desorientados, hambrientos, y no sólo de pan y agua. Hombres en espera desesperada. Como siempre. Como ya nos pasó en los años cincuenta, cuando despoblamos nuestras tierras, o como pasa con la ingente multitud de personas que ha venido para ayudarnos a crecer. La diferencia actual es que al hombre aislado —extranjero, incluso de sí mismo, como nos dijo Albert Camus—, que espera junto a la frontera, nadie lo acoge, sino que, arropados con eufemismos grandilocuentes, todos lo rechazamos. La meta es quitarse de encima al diferente. Incluso, antes de recibirlo, para variar en algo de lo que ya hicimos hace cinco siglos. Eso sí, previo aviso del continente receptor (porque el problema no es sólo de España) de que treinta mil emigrantes esperan para asaltar Ceuta y Melilla. Como si el problema fuera el de los que esperan, y no la pobreza que los empuja. Se trata de los desterrados de siempre. En estos días, sé de un familiar que ha acogido a una persona desarraigada, con absoluto desinterés y sin perspectivas de inmediata solución. Por lo demás, creo que todos hemos tenido ocasión de ser sujetos activos o pasivos de situaciones similares de desamparo. Hemos sufrido en nuestras carnes alguna historia de destierro, aunque haya sido interior. Y cuan reconfortante es verse acogido. Por eso, pienso que la solución no sería exigir o aplicar mano dura al país de tránsito, ni intentar vigilar las fronteras de los países emisores. En todo caso, no está en levantar vallas ni muros vergonzantes.

No soy capaz de ofrecer soluciones —si es que las hay— al problema de la pobreza en el mundo y, en concreto, en el negro mundo que nos mira con sus grandes ojos. Pero, sí me he prometido tratar de averiguar cuáles sean mis posibilidades ante sus necesidades. Y sé que la herencia se obtiene hospedando al forastero, acogiendo y no excluyendo; en una palabra, trabajando por cualquier hombre que espere tras una barrera. Aunque sólo sea teniendo el espíritu abierto a trabajar por la paz. Aunque me reprochen la utopía, creo que les llegará el alba.