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Hacias la muerte global PDF Imprimir E-mail
Escrito por administrador   
Viernes, 21 de Septiembre de 2007 17:03
En mis tiempos mozos, cuando alguien se moría, nos moríamos todos, pero de verdad: todo el pueblo se conmocionaba con la muerte (incluso, en el velatorio se contaban los chistes de rigor, que también formaban parte del ritual) y el día del entierro y, aun después, muchos de los vecinos seguían sobrecogidos, si se trataba de un familiar o había algo de misterioso o fuera de lo normal.

Ahora, casi no nos enteramos de los que mueren en nuestro barrio (donde se ha desplazado el pueblo), en todo caso vemos el cartelito de la funeraria y, si no pasamos de largo, lo más que hacemos es dar el pésame al familiar cuando lo encontramos a los pocos días en el rellano del ascensor; sólo en contadas ocasiones de cierta amistad bajamos al tanatorio y robamos media hora a nuestra ocupadísima vida. ¿Tendrá compasión el muerto al vernos tan atareados? Recuerdo asimismo que, en mis tiempos de juventud, cuando alguien se moría, lo compartía con su familia y allegados, mientras que ahora, las personas, no sólo en las grandes catástrofes sino en la intimidad, mueren globalmente. Ahora, todos los días almorzamos con personas que pierden la vida en un accidente, que han padecido un tifón o un terremoto o que se dejan la vida —o se la quitan— en la cotidiana y nunca acabada guerra o guerrilla. Y, es curioso, pero, a nosotros, lo más que se nos ocurre es el comentario catastrófico e impersonal entre sopa y sopa, sin aquellos estremecimientos de nuestros tiempos ante hechos o catástrofes similares. Qué diferencia con estas penas globalizadas por la televisión, que apenas dejan un poso de curiosidad, nunca de verdadera compasión. Y que, en su caso, te revuelven el estomago y suponen un desagrado para la apacible sobremesa tomatera. Y es que, antes, la muerte era una cosa íntima y, ahora, lo que viste es airearla, sobre todo si vende. Hoy, cuando de verdad sentimos una muerte —por lo menos, estamos profundamente interesados en saber todos los detalles de la misma— es cuando “se nos muere” (sí, porque el muerto es “nuestro”, globalmente considerado) un Paquirri, una Lady Di, una Rocío, en cuyo caso devoramos televisiones, revistas, periódicos y otros medios que desmenuzan sus muertes, así como lo más íntimo del finado, sus allegados y deudos, lo que rodea a sus adláteres y lo que puedan chismorrearnos su fieles sirvientes. Y qué me dicen de la almoneda que hacen todos de la muerte de un famoso, aunque no sea de los que dan carnaza al pábulo y a la maledicencia. Hemos visto —estamos viendo— la serie de homenajes, misas, camisetas, minutos de silencio, brazos alzados al cielo, ofrecimientos y homenajes sin fin al malogrado Puerta: ¿es normal esta parafernalia interminable ante la muerte laboral de un trabajador, por muy lamentable que sea? Qué decir del caso de la pequeña Madeleine, cuyos padres parecen concitar penas y suspicacias, al tiempo que manejan el espectáculo de la desaparición, el misterio o el morbo. ¿Estamos ante un fenómeno global de complaciente autocompasión? ¡Qué tiempos aquellos en que uno moría en su cama, rodeado de los suyos y sin apenas hacer ruido!