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Noviembre PDF Imprimir E-mail
Escrito por Salvador   
Lunes, 04 de Noviembre de 2013 18:53

 

 

Este mes que acaba de empezar parece tener hasta el nombre sombrío, como cubierto de tinieblas, incluso parece encerrar intenciones perversas con sus primeros fríos y sus espesas nieblas.  Por otro lado, parece  apropiado para estos tiempos  que corren  en el solar patrio, azotado por restricciones sin fin,  escándalos a cual más edificante y corrupciones a todos los niveles y en todos los puntos cardinales. Sin embargo, he de de confesarles que a mí, personalmente, me resulta evocador y, en cierto modo, tranquilizador.

Evocador, porque me viene a la memoria el ambiente de aquellos tiempos en mi pueblo, Gaucín - en las últimas estribaciones de la Serranía de Ronda-, en estos “disantos” como se conocían los días de los Santos y los Difuntos, con los que se inicia el mes llamado de las ánimas. Disculpen, pues, que una vez más haga una pequeña incursión nostálgica para lo que les invito a seguir el melancólico itinerario de mi discurso.

No es preciso  profundizar en el respeto ni en el culto que en todos los tiempos y religiones  se ha profesado a  los restos mortales de los antepasados. Más acá de dólmenes y menhires, pirámides envolventes de pequeños sarcófagos o columbarios romanos, en nuestros lares se han tributado delicados homenajes a los muertos para que el eterno descanso en la morada última resultase sin daño y con el fin de que "bien acomodada, te sea la tierra leve", como reza en una de las lápidas del columbario del Museo Arqueológico de Córdoba. El día de los Difuntos, es una conmemoración cristiana que se vive en nuestra cultura como una hermosa tradición pero me temo que no están los tiempos para celebraciones como las de antaño, en las que, por encima de las remembranzas familiares y del tañido de las cadenciosas campanas tocando a muerto, tenía la festividad la alternativa de celebrarla con una cena familiar en casa del más anciano, como se hacía siempre en nuestro Jaén.  Eran otros tiempos y, en mi pueblo,  las cuadrillas pastoriles iban de casa en casa recolectando membrillos, azamboas, granadas, castañas y algún que otro aguinaldo, que se repartía durante toda la noche al son lúgubre y familiar de las campanas. Pero, por lo que intuyo, vamos camino de sustituir estos hábitos y a recordar unas historias que no son nuestras para celebrar con gran jolgorio la noche de Halloween, adobada del papanatismo imitador de lo anglosajón.

A pesar de ello, hemos preferido, como casi todos los años,  volver a nuestros ancestros para mantener la costumbre de venerar a los difuntos en el Cementerio y deambular por entre sus sepulturas, nichos y  mausoleos, desgranando un soplo de evocaciones. Las tumbas siempre han sido garantía de memoria y, por pura paradoja, la memoria, en los difuntos, es vida. Ellos, mientras fueron peregrinos de muchas tierras, sufrieron avatares y pesares. Pero, ahora, ya no importa nada –al tiempo que todo es necesario- y, reunidos en el mismo y eterno polvo,  nos incitan al gozo de los recuerdos. Y me atrevo a invitarles a que se sienten con nosotros, si están cansados de tanto paseo entre las nubes. Juntos, esta tarde, en la tierra de nuestras cenizas, mientras esperamos el reencuentro final y en el aire permanece nuestra ternura. Os digo, en confianza, que estos pensamientos me embargaban entre las blancas columnas y el silencio participativo de la misa de  difuntos, mientras la organista nos deleitaba con las notas del  aria en la que se canta aquello tan reconfortante en estas fechas de “Si estás conmigo, Señor,  / me iré gustoso /  a descansar en mi muerte. / Cuan agradable será  / que tus hermosas manos / cierren mis fieles ojos”.

También decía al inicio que noviembre me resultaba tranquilizador. Y lo es, porque principia con el Día de Todos los Santos. De los canonizados y subidos a los altares con solemnidades y ceremonias sin fin y de los santos de a pie, con los que en más de una ocasión nos hemos tropezado sin saberlo. No por casualidad, el evangelio de este día desgrana la pléyade de los pobres y desvalidos, de los desconsolados y perseguidos, en una palabra, de los bienaventurados porque, de alguna forma, llegaron de un mundo de tribulación. En esta sociedad amorfa, prefiero recordar a mis difuntos y me los imagino -y sé que ha de ser así, en estricta justicia- dichosos, bienaventurados. Aunque  sospecho que  sería preciso que un forense certificase el encefalograma plano -incluso, la necrosis- de nuestro entorno  socio-político, es esperanzador saber que los bienaventurados de la tierra son innumerables y que la bondad que anida en sus corazones será suficiente para cambiar la faz de la tierra.

No es posible que la miseria anide por más tiempo en el corazón de los hombres. Es esperanzador tener la certeza de que nos ha de mover un nuevo estilo. No es casualidad que el nuevo papa haya elegido el nombre de Francisco. Esto remite a la pobreza (la de los que no acumulan riquezas ni capital, sino que ofrecen condiciones laborales ejemplares para sus trabajadores), a la humildad (para el diálogo,  la fraternidad y  la hospitalidad, sin exclusiones)  y a la sencillez  (alegre,  de escucha a las personas en lugar de adoctrinarlas desde arriba)  que predicaba el de Asís. En su discurso del 14 de octubre último, Francisco nos habla de la necesidad de la misericordia porque la crisis de la humanidad contemporánea no es superficial. Pero, al mismo tiempo, nadie está excluido de la esperanza, especialmente en los que se vean obstaculizados por condiciones de vida difíciles, a veces inhumanas, donde la esperanza no está respirando,  se asfixia. Necesitamos dar un paso fuera de nuestro egoísmo y nos insta a las afueras de la humanidad. Con la sencillez que le caracteriza, terminó diciendo “usted no necesita tantas cosas perdidas en el secundario o superfluo, sino que debe centrarse en la realidad fundamental de la misericordia”. Este debería ser el sentido de las bienaventuranzas que nos ofrece el inicio de Noviembre.

Y perdonen mis cuitas.