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De vicios y virtudes PDF Imprimir E-mail
Escrito por Salvador   
Lunes, 18 de Agosto de 2014 00:01

 

 

 

 

En el confín de Europa, mientras padezco los días más bochornosos del verano -sólo aminorado por el cruce de los vientos de Levante y Poniente  que se esfuerzan en competir a caballo del Estrecho- me siento impulsado a preguntarme, no ya –aunque también- por los desenfrenos que están en la raíz de males como la guerra o la hambruna, sino por los pequeños vicios y virtudes que nos corroen o que atesoramos a diario, de esos de andar por casa. Por ejemplo,  el lamento continuo o la crédula imaginación.

En esas horas de insustancial cháchara al despertar de la siesta o en las conversaciones interminables en las terrazas de los bares, no es infrecuente soportar los lamentos de amigos o parientes que se quejan de todo y por cualquier contingencia. Parece que es el deporte nacional: lo mismo nos lamentamos de las medidas –tomadas o por tomar- del Gobierno, que  gemimos como posesos por el menor desaire recibido. Es un vicio del que es difícil desprenderse, por aquello que arranca de la sentencia evangélica de que es más fácil ver la paja en el ojo ajeno que la viga en el propio. O bien pudiera tratarse de una reminiscencia, a pequeña escala,  de la cosmovisión antropológica que desgranara Hobbes, para quién el hombre es un lobo para el hombre. En todo caso, y pese a que con más frecuencia de la que nos imaginamos nuestros defectos son mayores que los ajenos, esta propensión a la crítica no tiene como meta preferente –para mí y en estos momentos-  la corrupción de la clase política española (algo que es consustancial con nuestro acontecer), sino que –a eso iba- su destinatario es el amigo o el familiar ausente, lo que se ha convertido en un hábito en nuestro discurrir cotidiano. También es el caso del reproche persistente en la convivencia con los más cercanos, la queja continua, el no estar conforme con nada, el ver lo blanco negro y lo negro blanco. Y, encima, sin inmutarnos, como la cosa más natural e incuestionable.

 

Se trata de las incesantes reprimendas que recibimos o nos dirigen –y también las que lanzamos- sin caer en la cuenta  que en nada van a contribuir a cambiar el que se nos antoja camino equivocado del otro. Y, sobre todo, sin percatarnos del malestar que causa en el que las recibe, amén de fomentar el sentido de mutua rencilla y alejar la tranquila convivencia y el respeto mutuo. Si se profieren en presencia del afectado, posiblemente no se haga con el sentido de reprimenda fraterna que es obligado, pero peores consecuencias tendrá la trivial murmuración del ausente, la pequeña maledicencia que nos sale porque sí, que tanto daña a la buena consideración del ofendido. En este caso, no estaría de más recordar que se nos recomendó colgarnos una rueda de molino al cuello y –pienso en estos tiempos- arrojarse al mar del verano…

 

Por el contrario, es un consuelo encontrar ejemplos de pequeñas virtudes –que no se hacen ver, por su propio y recto modo de proceder- como las de soportar las impertinencias ajenas, tolerar el exabrupto proferido un día sí y otro también, quitar importancia al mal comportamiento ajeno… virtudes que practican más personas de las que nos figuramos o en las que no caemos porque se hacen con discreción y humildad. Qué envidia esas personas que no saben quejarse. Y menos, despellejar por deporte a todo bicho viviente. Que hablan, hablan y no paran de irradiar alegría. Y que, sin saberlo, se inventan un mundo feliz.

 

Hay virtudes que se nos escapan, pero que son la sal de la vida. A mi, especialmente, me atraen los candorosos, a quienes soporto gustosamente sus imaginadas verdades. Son personas sencillas, cándidas si queréis así llamarlas, que agrandan los pequeños acontecimientos que les suceden, que se inventan –sin darse cuenta- felices momentos pasados (“hemos sido uña y carne”, cuando sólo había silencio y soledad; “lo pasamos tan bien que…”) para endulzar la existencia. Lo ven todo con mirada benévola, si acaso fantasiosa, como si todo fuera de color de rosa. Son esas personas que creen en su propia candidez, esas que te cuentan “en una ocasión me pasó que…” y, tu, en el interior, te preguntas si realmente eso les pasó y, al final, tienes el valor –y la virtud- de creértelo.

 

Son dos maneras distintas de ver o percibir, de oír o escuchar. Es la bipolaridad que, felizmente, permanece en el lado bueno de las cosas y las personas. Me viene a la memoria una película, que seguramente habrán visto ustedes, titulada “La vida es bella”, escrita, dirigida y protagonizada por Roberto Benigni. Guido, judío aficionado a las adivinanzas, es llevado, junto a su familia, a un campo de concentración y se esfuerza en ocultar a su hijo la terrible situación que están viviendo, haciéndole creer que la vida es sólo un juego en el que deben ganar puntos para resultar vencedores, mientras usa esta fantasía para justificar la realidad que les rodea. Guido es fusilado, pero Giosuè acaba creyéndolo todo gracias a las convincentes historias que le cuenta su padre y a su propia inocencia. Y termina la historia, contento porque su padre tenía razón: habían ganado…

 

A pesar del diario fuego cruzado, la vida precisa de disculpas. Y exige ternuras. Está necesitada de fantasía, misterio y alegría. Pienso yo.