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La ternura de la palabra PDF Imprimir E-mail
Escrito por Salvador   
Lunes, 29 de Diciembre de 2014 00:59

 

No he llegado a comprender como algo que se nos ha dado gratis, como la sonrisa o la palabra agradecida, nos cuesta tanto darla a los demás. Muchas personas nos regalan su amabilidad, se muestran solícitos con nuestros problemas cotidianos, incluso están siempre dispuestas ante nuestras necesidades. Pero, amigos, qué difícil es, a la recíproca,  tener la sonrisa a flor de piel, siendo así que, como pregona uno de nuestros refranes más conocidos, “de bien nacidos es ser agradecidos”. El bien nacido, no es sólo el que puede alardear de linaje –que, dicho entre paréntesis, de poco sirve- sino, fundamentalmente, el que se comporta con nobleza. Decía don Quijote a los galeotes que “de gente bien nacida es agradecer los beneficios que reciben, y uno de los pecados que más a Dios ofende es la ingratitud”. Y tambien moralizaba con unos invitados, en su viaje hacia Barcelona, advirtiéndoles que “entre los pecados mayores  que los hombres cometen, aunque algunos dicen que es la soberbia, yo digo que es el desagradecimiento, ateniéndome a lo que suele decirse: que de los desagradecidos está lleno el infierno”. La verdad es que es fruto de la soberbia.

Pues, miren ustedes: yo no sólo voy a presumir de agradecido, sino que voy a serlo esta semana. Así es que no voy a hablar del gobierno, como decían los inolvidables Tip y Coll. Busco ansioso vuestro perdón por el año que les he estado martirizando con la pequeña política, la de tres al cuarto, la que no nos merecemos. Hice una pausa en los meses estivales, en que me permití algunas licencias poéticas e intimistas, lo que también fue un  rollo, me temo. Por eso, en esta ocasión, a caballo entre la Navidad y el Año Nuevo, les prometo liberarles de tal barbarie, toda vez que me han leído gustosa o resignadamente. Y debo ser agradecido. Por eso, voy a desgranar algunas perogrulladas sobre la palabra. O sobre la Palabra, como ustedes prefieran.

 

La palabra es una prerrogativa exclusivamente humana. Mediante ella, siempre estamos en perpetuo dialogo, con los demás o con nosotros mismos, sobre todo –si no estamos en soliloquios propios de dementes- cuando se  vislumbra la vejez (cercana ya, en el aire, la misericordia del silencio) y nos cansan las conversaciones banales; es el momento de buscar la compañía de la palabra -dicha o callada- aunque nadie nos escuche en nuestra soledad. Y es que la más inicial forma de expresión es la palabra oral, medio para la acogida y el aliento. La palabra es la gramática serena del sosiego, la forma más correcta de expresar la quieta espera. En la tranquila penumbra de lo que realmente somos, se ve con cuanta lentitud avanzan las luces de la alegría o la esperanza. Y la palabra se busca, se suplica, se anhela a veces con insufrible  decepción. Quizá lo procedente –ante nuestra soledad- sería la entrega sin contrapartida, si nos vale la expresión, con palabras de aliento y sostén para el otro, ciego y solitario como yo. Palabras que sirvan, como salidas de un greco, para alargar y estilizar el rostro dolorido, hasta convertirlo en un icono oriental de luminosidad, como un cuerpo en llamas en la alcuza de la vida, apaciguada de suaves alegrías.

 

En todo caso, también es interesante puntualizar que los pensamientos no llegan a ser completos hasta que se plasman por escrito; de ahí la necesidad que desde siempre ha mostrado el ser humano de transitar sus ideas y las de sus congéneres a la piedra, el papiro, el papel, los ordenadores… La palabra escrita permanece a la espera de mostrar el contenido de nuestros goces y nuestros sufrimientos, aunque para el que la escribe sea incluso desconocida antes de plasmarla en grafismos. Antes de fijarla, antes de que exista negro sobre blanco, estamos en el "no saber sabiendo" de Juan de Yepes, en cuanto que no sé lo que sé hasta que no me lo dicen mis propias y ya escritas palabras. Y esto es, a la vez, lo misterioso y lo gozoso de la palabra –oral o escrita-  ante  nuestro silencio y ante nuestra soledad. El misterio está en buscar la palabra que suba a la memoria, beber en los manantiales del lenguaje. Y el gozo es, sencillamente, encontrar una palabra que te comprenda.

 

En estos días, en los atardeceres de la vida, bueno será preguntarse por el uso que hicimos de la palabra, incluso sería positivo ahondar en la Palabra.  Sobre todo, en estas fechas entrañables, en las que se oye -o debiera oírse- la voz que grita en el desierto o, como mínimo, a Juan de la Cruz que cantaba aquello de «como amado en el amante / uno en otro residía y el amante es el amado / en que cada qual vivía / qu'el amor, quanto más une / tanto más amor hazía». Lo que invita a alzar la voz en estos tiempos de alegría, para rechazar el acomodo, la dulce duermevela de nuestra satisfacción, para levantarnos en búsqueda de nuevas actitudes, nuevas inquietudes.

 

Y, para ello, no podemos decir nada mejor que aquello que se nos legó para siempre: “La Palabra se hizo hombre / Y habitó entre nosotros”. Testimonio de luz verdadera: la Palabra se allega al hombre y se encarna, como realidad cercana y con rostro humano, para generosamente poner su tienda entre nosotros… Personalmente, ello me incita a habitar en esa tienda y a pensar que algo amanece,  algo Nuevo que trasciende mas allá de la simple sensiblería: la Palabra que debería ser la ternura que todo lo allanara; la que intentara  el encuentro, el dialogo, la comprensión, como algo positivo en términos paulinos, más allá de la simple y negativa resignación o de la mera y visceral confrontación.

 

Empezaría a pensar que la Navidad / la Palabra habita entre nosotros.