Hemos aprovechado las oportunidades de los vuelos de bajo coste (low-cost) para hacer una escapada de fin de semana (week-end)  -lo pongo también entre paréntesis, para que vean que domino el inglés- y la familia al completo nos hemos escapado hasta Londres (perdonen: London) , con miras a visitar la Torre junto al Támesis, el Palacio de Westminster y otras piedrecitas antiguas y pulsar los aires de la Real Familia, amén de tomar despaciosamente el té de las cinco (five o´clock). Hemos cumplido, así, el ritual anual de la terapia familiar en versión vacacional que, en esta ocasión, ha preferido los aires foráneos a las playas onubenses, lo que me temo no ha sido un acierto, ante la nostalgia que hemos sentido de las gambas blancas y el jamón de jabugo. De todas formas,  nos ha venido muy bien a sus fines originarios: hacer un poco de turismo, fomentar el contacto generacional, reponer en común los acontecimientos de todos y cada uno, enfadarse alguna que otra vez por cualquier quítame allá esas pajas de pacotilla y, en fin, convivir, más allá del almuerzo dominical, en el que siempre falta alguien y que se me antoja de escasa duración, para mi gusto.

No es lo mismo escribir sobre la pobre gente (esa elite de sinvergüenzas que todos los días socavan nuestra credulidad sobre la clase política), que de la gente pobre, la que nos rodea sin que nos demos cuenta -o no queramos enterarnos de su presencia-, a pesar de que su famélico aliento cada día esté  más cercano a nuestra nuca.