Algunos, dentro de mi  círculo más cercano, me achacan que siempre tengo en el punto de mira a la derecha de nuestro  país (no creo que sea cierta esta última precisión pues, en mi opinión, está podrido todo el pensamiento conservador  que domina el panorama mundial y la trayectoria neoliberal  en que se proyecta) y exonero de culpas a la izquierda. Aunque no sea la primera vez que me refiero a ello, voy a dedicar enteramente este artículo semanal  a despotricar de esa plaga que ha  invadido estas tierras que parecen del antiguo Egipto -por aquello de la maldición divina-  pero que no son otras que la bendita tierra de María Santísima, que diría un castizo,  tierra de tartesios e iberos, de romanos y árabes,  este pueblo -lugar de acogida y tierra de frontera- cruzado por caminos que vienen y llevan a múltiples destinos. Sí, esta tierra nuestra, Andalucía –imaginativa y emprendedora, indolente y gitana-  último bastión de la izquierda, ahora agostada por  la corrupción (no muy distinta, por otro lado, a la de otras latitudes) que parece no tener fin: esa lacra conocida peyorativamente  por  “los ERE”.

Me viene a la memoria la figura de aquellos charlatanes de los años del hambre,  embaucadores insaciables, que, desde el carromato destartalado o la vieja camioneta, nos ofrecían  su preciosa mercancía. Nos aguijoneaban, anunciándola a voces, con la bondad de su oferta: llévese no una, ni dos, ni  tres, sino cuatro mantas de matrimonio y, por el mismo precio, otras tantas cameras y, además, este tarro de elixir… Y hacía el agosto el bueno del buhonero. Lo interesante de esta historia no es la figura del chamarilero, sino la candidez de los embaucados. Y la risa tonta que te entra. Como la que nos daba, cuando  de niños nos exigían compostura en la mesa del comedor  o durante las visitas de damas encopetadas. Y los hermanos –que estábamos tentados por la risa sólo con mirarnos-  hacíamos esfuerzos denodados para no reírnos, sin conseguirlo, hasta que nos mandaban a la cocina.